Santa Teresita es "la santa más grande de los tiempos modernos". Pío XI la beatificó en 1923, la canonizó en 1925 y la declaró patrona de las misiones en 1927. Ella nos recuerda lo esencial del evangelio: Jesucristo nos ha enseñado que Dios es un Padre amoroso, que quiere darnos la salvación y por eso ha enviado a su Hijo al mundo. Podemos estar en su presencia con la confianza que un niño pequeño tiene en su papá.
La patrona de las misiones no nos legó una doctrina compleja, sino una melodía evangélica. Su grandeza reside en haber experimentado y testimoniado una afirmación del evangelio: la infinidad de Dios se revela a los pequeños.
Ella nos enseña a despojarnos de toda armadura de mérito, a descalzarnos de toda pretensión adulta de conquista espiritual. "El caminito" no es una técnica, sino un abandono total en el regazo de la Providencia.
La esencia de su mensaje es la purísima verdad que nos entregó Jesús: Dios no un juez distante, sino un Padre "más tierno que una madre", cuyo único deseo es darnos la salvación que no merecemos, pero hemos de acoger desde nuestra pobreza, con libertad y responsabilidad.
Teresita nos invita a ser pequeñez vestida de audacia. La "esperanza ciega" se convierte en el ala que nos permite volar, no por nuestra fuerza, sino por la potencia de la misericordia divina.
Se trata de una revolución de la ternura: la certeza de que el Padre no espera proezas, sino un corazón que se arroja a sus brazos con la confianza absoluta del niño que, al caer, solo sabe llorar y esperar ser levantado por su papá. Esta certeza del amor es el verdadero tesoro del evangelio, y Teresita nos lo ha recordado con una vida hecha de puro amor y confianza.
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