Inspirado en el antiguo «jobel» hebreo —el cuerno de carnero que proclamaba las grandes celebraciones de Israel—, el Jubileo se alza en la Iglesia como un pregón de gozo («iubilaeus», en latín) y de liberación («áphesis», en griego).
Su raíz hunde sus orígenes en la ley mosaica, donde el «Sabat» semanal, el «pequeño jubileo» sabático (cada siete años) y el «gran jubileo» (cada cincuenta) recordaban que todo pertenece a Dios. Aquellos tiempos sagrados llamaban al descanso de la tierra, al perdón de las deudas y a la liberación de los cautivos, enseñando que la bondad y la providencia divinas deben encontrar un reflejo en la práctica humana de la misericordia.
Cristo mismo anunció el cumplimiento de ese «año de gracia» al proclamar la Buena Noticia a los pobres y la libertad a los oprimidos. Toda su vida fue un jubileo encarnado: un continuo acto de misericordia, de curación y de reconciliación.
Desde el primer Año Santo, convocado por el papa Bonifacio VIII en 1300, la Iglesia prolonga esta tradición cada veinticinco años, ofreciendo a los peregrinos —que acuden a Roma o a otros santuarios— un camino privilegiado de renovación interior.
El Jubileo es, ante todo, una oportunidad preciosa para recibir la indulgencia plenaria: un don gratuito de Dios que, a través del ministerio de la Iglesia, sana las cicatrices espirituales que el pecado deja en el alma. No es un requisito para la salvación, sino una invitación amorosa a la conversión y al crecimiento en la caridad.
En este Año de Gracia, se nos llama a ser peregrinos de esperanza, hombres y mujeres que trabajan activamente en el presente con la certeza de que el Señor está cerca, siempre a la puerta, esperando que abramos nuestro corazón para que su alegría y su paz nos liberen de todo desánimo.
Y en este camino, María —«vida, dulzura y esperanza nuestra»— se presenta como modelo perfecto de confianza en la promesa divina.
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