Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 28 de octubre de 2025

Ofrenda de santa Teresita al amor misericordioso


A finales de 1894, cuando Teresa había formulado ya su «caminito» de confianza y abandono, dio un paso decisivo en su vida espiritual: el 9 de junio de 1895, fiesta de la Santísima Trinidad, se ofreció como víctima de holocausto al Amor misericordioso de Dios. 

Este gesto nació como respuesta a una comprensión nueva del misterio divino. La víspera, se había leído en el convento la necrológica de una carmelita que, al ofrecerse a la justicia divina, sufrió una agonía terrible convencida de no tener méritos suficientes. Este modelo, frecuente en la espiritualidad de la época, entendía la justicia de Dios como severa y punitiva, y movía a ofrecerse para aplacar su ira.

Teresa no se sentía llamada a ese camino. Había experimentado a Dios como un Padre infinitamente tierno, donde justicia y misericordia no se oponen, sino que se abrazan. Sabía que él nos ama tal como somos, con nuestra pequeñez y fragilidad, y que desea ante todo colmarnos de su amor. Por eso, en lugar de ofrecerse a su justicia, quiso ofrecerse a su amor, para dejarse transformar por él y amar como es amada. Su ideal era sencillo y total: «Amar, ser amada y volver a la tierra para hacer amar al amor».

Teresa expresa el descubrimiento que dio origen a su decisión: Dios quiere amar, pero su amor es con frecuencia rechazado por corazones que buscan en las criaturas lo que solo él puede dar. Por eso, se preguntaba si no habría almas dispuestas a acoger ese amor despreciado y a dejarse consumir por él. Ella deseaba ser esa víctima del Amor misericordioso, abrirse sin reservas a su ternura infinita.

Tomando conciencia de la seriedad de su decisión, escribió su «Acto de ofrenda de sí misma como víctima de holocausto al Amor misericordioso de Dios», y pidió permiso a la priora para realizarlo. En esta oración, Teresa expresa su deseo de amar a Dios y hacerlo amar, colaborar con la Iglesia en la salvación de las almas y alcanzar la santidad. Consciente de su impotencia, pide que Dios mismo sea su santidad y tome posesión de su alma. No busca méritos ni recompensas, sino consolar al Corazón de Cristo y agradarle por puro amor. Al final de su vida quiere presentarse ante él «con las manos vacías», revestida únicamente de la justicia divina.

Su ofrenda es un acto de confianza radical: pide ser consumida por el Amor misericordioso y transformada en mártir de ese amor. Desea que cada latido de su corazón renueve esta entrega hasta el encuentro eterno con Dios. En este gesto culmina su espiritualidad: reconocer la propia pequeñez, dejarse amar por Dios y, en ese amor, amar a los demás. 

Teresa no pretende aplacar una justicia temible, sino responder al Amor infinito que anhela comunicarse. Así su «caminito» se convierte en una vía nueva y luminosa: no se trata de multiplicar méritos, sino de abrirse a la gracia y dejar que el Amor divino lo sea todo en nosotros.

Resumen del capítulo 16 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 103-106).

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