viernes, 30 de septiembre de 2016

El caminito «de la infancia espiritual» de santa Teresita


Comencemos recordando que ella solo habla de su «caminito» de confianza y abandono. Este camino consiste en aceptarse tal como es y en ponerse en manos del Señor amando su propia pequeñez. Su hermana, la madre Inés, lo llamó el caminito «de la infancia espiritual» y el título tuvo éxito.

Como Teresa nos invita a ser niños en las manos de Dios, que es padre y madre, podemos conservar el título tal como lo hemos heredado, pero no debemos olvidar que Teresa también habla de superar «los defectos de la infancia», por lo que no debemos simplificar demasiado el contenido.

Encontrar ese camino «derecho y seguro» no fue fácil para Teresa. Ella misma confiesa: «Al principio de mi vida espiritual, hacia los trece o catorce años, me preguntaba a mí misma qué progresos podría hacer más tarde, pues creía entonces imposible conocer mejor la perfección. No tardé en convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino, tanto más lejos se cree del término. Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría». 

En cierto momento de su vida, Teresa no solo sabe que no es perfecta, sino que se alegra de no serlo ¿de qué estamos hablando?

A finales de 1894 Teresa tiene 21 años y lleva más de seis en el Carmelo. Ha sufrido mucho (incomprensiones, penosa enfermedad y muerte de su padre, preocupantes dolores que se repiten...) y ha trabajado mucho su personalidad. Ella sigue queriendo ser «una gran santa» pero, al compararse con aquellos que por sus obras, sus escritos, su predicación o sus penitencias se presentan como gigantes en la Iglesia, la santidad se le presenta como algo totalmente imposible de alcanzar. A pesar de todo, ella no se desanima.

Leyendo los escritos de Teresa de Ávila, ha aprendido que «la humildad es andar en verdad», que la humildad, el conocimiento de sí, la auto-aceptación y el amor a la verdad coinciden. 

Ella se encuentra en este proceso: se acepta débil y ama su debilidad, sabe que no es capaz de hacer las obras de los grandes santos y ama su pobreza, ya no confía en sí misma, sino solo en la misericordia de Dios. 

A pesar de todo, sigue deseando ser santa. ¿No existirá un caminito muy derecho, muy corto y del todo nuevo para que las almas pequeñas también puedan alcanzar la plenitud de la salvación? Teresa reflexiona y ora. 

En esos finales del s. XIX, los inventos se habían multiplicado: electricidad, teléfono, fotografía, automóviles, etc. En su viaje a Italia, se divirtió al subir en algunos ascensores: en un instante, sin hacer ningún esfuerzo, se encontraba en lo alto de los edificios. ¡Si hubiera un medio semejante para llegar rápidamente a la santidad!

Unas citas de la Sagrada Escritura vinieron en su ayuda. Su hermana Celina las había escrito en un cuadernillo: «Si alguno es pequeño, que venga a mí» (Prov 4,9); «Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas» (Is 66,12-13). 

Teresa se siente transportada de alegría: «Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más».

Dios es «como una madre que acaricia a sus hijos pequeños». Esta cita suscitó en ella los sentimientos de confianza de su primera infancia, cuando se atrevía a exclamar que nada ni nadie –ni siquiera Dios– podría separarla del amor de su madre. Es su misma madre la que lo cuenta en una carta: «Teresita me preguntaba el otro día si iría al cielo. Yo le dije que sí, si se portaba bien, y me contestó: “Ya, y si no soy buena, iré al infierno... Pero sé muy bien lo que haré en ese caso: me echaré a volar contigo, que estarás en el cielo, ¿y cómo se las arreglará Dios para cogerme...? Tú me apretarás muy fuertemente entre tus brazos”. Y leí en sus ojos que estaba firmemente convencida de que Dios no podría hacerle nada mientras estuviese en brazos de su madre». 

Ahora Teresa lee en la Biblia que Dios es como una madre que abraza a sus hijos y se despiertan en ella los recuerdos que ponen en movimiento lo mejor de ella, por lo que se atreve a escribir: «Dios es más tierno que una madre».

Teresa afirma que, después de morir su madre, «el corazón tan tierno de papá había añadido al amor que ya tenía un amor verdaderamente maternal» y recuerda con afecto cómo la sentaba sobre sus piernas para cantarle y leerle historias. Y ahora lee en la Biblia que Dios quiere sentarnos en sus rodillas para consolarnos y manifestarnos su ternura. 

¡Cuántas cosas evocaban estos textos en Teresa! Por eso se convence de que eso es precisamente lo que ella estaba buscando. 

El corazón paterno y materno de Dios y los brazos amorosos de Jesús son «el ascensor» que la llevará a la salvación. No son sus obras las que lo conseguirán, no tiene que hacerse grande, sino permanecer pequeña, aceptando con paz su realidad: «Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cumbre de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes obras, sino solamente abandono y agradecimiento. He aquí todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solo de nuestro amor».

Teresa comprende que ante Dios no es importante lo que haces, sino el amor que pones al hacerlo. Puede ser santo un papa que guía la Iglesia, si lo hace por amor, y un teólogo que escribe doctos tratados, si lo hace por amor, y una misionera que cuida de cientos de enfermos, si lo hace por amor, y una persona que hace las pequeñas tareas de su casa y cumple con sus obligaciones, si lo hace por amor. Incluso un pecador que quiere superarse y no lo consigue, si no deja de amar y confiar. 

Por lo tanto, ella puede ser santa si vive con amor sus circunstancias concretas, por pequeñas e insignificantes que sean. Y en su corazón brota el agradecimiento: «¡Dios mío!, has rebasado mis esperanzas y quiero cantar tus misericordias». 

Teresa alcanza la cima de su madurez cuando emprende su «caminito» de confianza y abandono; se hace grande al reconocerse pequeña e imperfecta ante Dios, al reconciliarse con su verdad y con su historia, al no esperar la salvación de sí misma, sino solo de Dios: «Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina; ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin temor en los brazos de su Padre».

Ya desde su juventud solo quería hacer la voluntad de Dios, tal como confiesa a su hermana Paulina en una carta: «Yo soy la pelotita del Niño Jesús; si él quiere romper su juguete, es muy dueño de hacerlo. Sí, acepto todo lo que él quiera». Pero, influida por la espiritualidad de su época, identificaba el cumplimiento de la voluntad de Dios con el heroísmo, el sufrimiento y la abnegación. Ahora ya no es así. Se siente tan unida con Dios que solo quiere lo que él quiera. Está dispuesta a aceptar con paz todo lo que le presente la vida, aunque no sea lo que ella había imaginado: «Mis deseos infantiles han desaparecido. […] Ya no deseo ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos a los dos. Pero lo único que me atrae es el amor. [...] Ahora solo me guía el abandono, ¡ya no tengo otra brújula! Ya no puedo pedir nada con pasión, excepto que se cumpla perfectamente en mi alma la voluntad de Dios».

Teresa siempre deseó vivir en fidelidad a Dios, haciendo lo que estaba de su parte para demostrarle su amor en el cumplimiento fiel de sus obligaciones cotidianas, pero aprendió a no dramatizar cuando –a pesar de sus intentos– no conseguía hacer las cosas bien, cuando no sabía enfrentar correctamente todos los problemas, cuando no podía superar algunas contradicciones. 

Su hermana Celina nos da un precioso testimonio de cómo lo conseguía. Dice, hablando de sí misma: «Toda desanimada por una lucha que me parecía insuperable, fui a decirle a Teresa: “¡Esta vez es imposible, no logro superarla!” Me respondió: “No me extraña. Nosotras somos demasiado pequeñas para superar las dificultades, debemos pasar por debajo”». 

Entonces Teresa le recordó una anécdota de su infancia, cuando aún vivían en Alençon. En cierta ocasión un gran caballo bloqueaba la puerta de acceso al jardín. Los mayores intentaban convencerle para que se moviera, sin conseguirlo. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, Teresa dio la mano a su hermana y las dos pasaron por debajo del animal. A continuación, Teresa añadió: «¡Pasamos por debajo! Pasar por debajo de los problemas significa no enfrentarlos demasiado de cerca, no pensar demasiado en ellos»; es decir, no obsesionarse con ellos y seguir caminando con los ojos fijos en Cristo.

Durante su enfermedad, exclamó: «Estoy enferma y sé que no me curaré. Sin embargo, vivo en paz. Desde hace mucho tiempo no me pertenezco; me entregué del todo a Jesús. Él es muy libre de hacer de mí lo que le plazca». Ella sabía que Dios quiere lo mejor para nosotros y que sabe mejor que nosotros mismos lo que nos conviene, por lo que se fía de él y se pone en sus manos, «moderando sus deseos como un niño en brazos de su madre» (cf. Sal 131 [130],2).

En los últimos días de su vida, su hermana Paulina le preguntó qué significaba para ella permanecer niña ante Dios, a lo que respondió: «Es reconocer tu propia nada, esperarlo todo de Dios, como un niño lo espera todo de su padre; es no preocuparse de nada, no ganar dinero. Aun en las casas de los pobres se da al niño lo que necesita. Ser pequeño significa, además, no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano de su niñito para que se sirva de él cuando lo necesite, pero es siempre el tesoro de Dios. Por último, es no desanimarse por las propias faltas, porque los niños caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse mucho daño». Teresa ha comprendido que «Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Lc 18,17).

Pocos meses antes de morir escribe una carta a su hermana Celina (sor Genoveva) en la que la invita a permanecer pequeña ante Dios, pero reconoce con realismo que a veces nos pasa como a los discípulos, que queremos ocupar los primeros puestos, aunque lo disfracemos de otra manera y lo que digamos es que queremos ser buenos, servir al Señor, vivir con heroísmo la propia vocación y cosas por el estilo. ¿Qué hacer cuando nos damos cuenta de nuestra vanidad? Aceptarnos imperfectos, tener paciencia y seguir confiando: «A veces comprobamos con sorpresa que estamos deseando lo que brilla. Entonces, coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerémonos almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener a cada instante. Cuando él nos ve profundamente convencidas de nuestra nada, nos tiende la mano; pero si seguimos tratando de hacer algo grande, aunque sea so pretexto de celo, Jesús nos deja solas. “Cuando parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene» (Sal 93). Sí, basta con humillarse, con soportar serenamente las propias imperfecciones. ¡He ahí la verdadera santidad!» (Cta. 243, 7-6-1897).

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