sábado, 3 de octubre de 2015

Teresa de Lisieux: Las manos vacías


El día 1 de octubre celebramos la fiesta de santa Teresita (antiguamente se celebraba hoy, el 3 de octubre). Como preparación, presenté cómo explica ella el misterio de la justicia y de la misericordia de Dios. Hoy hablaré de la consecuencia de lo que vimos en esa entrada, que consiste en presentarse ante el Señor con las manos vacías.

Al inicio de su vida espiritual, Teresa quería conquistar el cielo. Le impresiona un pensamiento de su director espiritual, que ella repite en sus escritos: «¡La santidad hay que conquistarla a punta de espada! ¡Hay que sufrir!... ¡Hay que agonizar!» los libros de espiritualidad y sus hermanas se lo repetían continuamente: los sufrimientos son preciosos tesoros que sirven para «comprar» gracias. Así recuerda ella las palabras de su hermana María: «Mira a los mercaderes, cómo se molestan por ganar dinero; y nosotras podemos amontonar tesoros para el cielo a cada instante sin molestarnos tanto, no hemos de hacer más que recoger diamantes con un rastrillo». Los diamantes eran las penitencias y sufrimientos. Y ella se entregó con todas sus fuerzas a acumularlos.

Pero Teresa poseía una conciencia delicada, en la que cualquier falta o defecto tenía enormes resonancias, de ahí nació la terrible enfermedad de escrúpulos que tanto la hizo sufrir en la infancia. Ella creía que los tenía definitivamente superados, pero en los primeros años de su vida religiosa se queja a menudo de sus pequeñas imperfecciones, de no ser tan buena como ella querría, y está convencida de que esos fallos la alejan de Dios, la imposibilitan para ser una gran santa, que es lo que siempre había deseado. Sus sufrimientos y penitencias no eran suficientes para alcanzar la perfección.

Pocos días después de entrar en el Carmelo, el P. Prou le aseguró que ella nunca había cometido un solo pecado mortal en su vida. Este tema vuelve a salir varias veces en la correspondencia del sacerdote, lo que significa que, a pesar de sus palabras, ella volvía sobre sus temores de ofender a Dios de manera casi enfermiza. En una carta que el confesor escribe a la carmelita después de su profesión, le dice: «No habéis cometido pecados mortales. Os lo juro. No, no se puede pecar mortalmente sin saberlo. Después de recibir la absolución no se debe dudar de estar en gracia de Dios. [...] Disipad, pues, vuestras inquietudes. Dios lo quiere así y yo os lo ordeno. Creed en mi palabra: Nunca, nunca, nunca habéis cometido un solo pecado mortal». La insistencia del sacerdote nos hacer intuir que ella le había confesado que estaba pasando un gran dolor por estos temas.

Teresa tiene una crisis de realismo y confiesa: «No puedo alcanzar la santidad, está por encima de mis fuerzas personales». Lo que podía haberla llevado al desánimo, por el contrario, fue su tabla de salvación. Cuando dejó de confiar en sí misma, en sus fuerzas y en sus obras, se abrió definitivamente a la gracia de Dios. En su primera conversión a los catorce años, comprendió que la caridad consiste en no hacer caso de sí misma para amar a los demás sin esperar nada a cambio. En esta segunda conversión, comprende que el misterio de la santidad no está en cuánto ella ama, sino en cuánto la ama Dios, no en las cosas que ella es capaz de hacer para demostrarle su amor sino en su capacidad para acoger el amor de Dios, que se quiere donar a ella, aunque ella no lo merezca.

Este fue un proceso largo, en el que la meditación de la Palabra de Dios la iluminó progresivamente. En cierto momento Teresa comprendió con claridad que Jesús es el único salvador: del mundo y de su persona. Y lo que nos redime es su amor. Su sufrimiento tiene un valor infinito porque lo ha vivido con un amor infinito. Por eso, su propuesta se reduce a que acojamos su amor y amemos a los demás con el amor que recibimos de él. De hecho, en una carta que Teresa escribe a su hermana Celina el 6 de julio de 1893, le dice: «El mérito no consiste en hacer mucho o en dar mucho, sino en recibir, en amar mucho. […] Dejemos que Jesús tome o dé todo lo que él quiera, la perfección solo consiste en hacer su voluntad». Y añade: «¡Qué fácil es complacer a Jesús, cautivarle el corazón! No hay que hacer más que amarle, sin mirarse una a sí misma, sin examinar demasiado los propios defectos». ¡Qué lejos nos encontramos del inicio de su camino!

Aquí Teresa ya ha comprendido que su Padre (y Padre nuestro) solo desea la felicidad de sus hijos, para eso mandó a su Hijo primogénito al mundo, para regalarnos la salvación, lo que equivale a hacernos miembros de su familia, partícipes de su vida y de su amor. Si en otros momentos pensó que debía ganarse el cielo con sus sufrimientos y buenas obras, ahora comprende que, ante Dios, sus obras no tienen ningún valor. Ni las buenas ni las malas, ya que «ante el Señor, todas nuestras obras no son nada» y los pecados de los que confían en él son «como una gota de agua echada en un brasero ardiente». 

Como consecuencia, se decide a presentarse ante Dios «con las manos vacías». No quiere acumular méritos ni reclamar ningún premio por sus obras, ya que sabe que Dios desea darle mucho más de lo que ella merece y mucho más de lo que ella puede soñar: a sí mismo. Quiere amar a Jesús «con locura», pero sin llevar cuentas de las obras del amor, sin cálculos humanos, gratuitamente.

Por eso, en el acto de ofrenda de sí misma al Amor misericordioso, dice: «En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia justicia y recibir de tu amor la posesión eterna de ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que a ti mismo, amado mío».

Su hermana Paulina testimonia que esa fue su disposición hasta el final: «Le decía yo: “¡Ay, yo no tendré nada que dar a Dios a mi muerte. Tengo las manos vacías y eso me entristece mucho”. Me respondió: “Claro, tú no eres como el bebé (algunas veces se daba a sí misma ese nombre), que sin embargo se encuentra también en esas mismas condiciones... Aunque yo hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un siervo inútil; y eso es precisamente lo que constituye mi alegría, pues, al no tener nada, lo recibiré todo de Dios» (Últimas conversaciones, 23.6).

Cuando quedaban menos de dos meses para su muerte, esta conciencia se hace cada vez más clara, y la formula así: «No puedo apoyarme en nada, en ninguna de mis obras, para tener confianza. […] Esta pobreza fue para mí una verdadera luz, una verdadera gracia. Pensé que en toda mi vida nunca había podido pagar una sola de mis deudas para con Dios, pero que, si quería, esto podía ser para mí una verdadera riqueza y una fuerza. […] ¡Se siente una paz tan grande al saberse uno tan absolutamente pobre y al no contar más que con Dios!» (Últimas conversaciones, 6.8.4).

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