Este poema de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), escrito en 1938 pocos años antes de su martirio (1942), es un testimonio de la hondura teológica y espiritual con que contemplaba a María al pie de la cruz. Cada verso nace de una mirada contemplativa que no se queda en la emoción, sino que penetra en el misterio de la maternidad espiritual de la Virgen.
Hoy he estado bajo la cruz contigo,
y he sentido tan claro como nunca
que tú, bajo la cruz, en nuestra Madre te convertiste.
¡Cómo se preocupa una fiel madre terrena
de cumplir la última voluntad del hijo!
Pero tú eras más que una madre, la Sierva del Señor,
totalmente unida al Dios encarnado.
Así acogiste a los suyos en tu corazón,
y con la sangre derramada por tus amargos sufrimientos
has comprado vida nueva para cada alma.
Nos conoces a todos: nuestras heridas, nuestras debilidades.
Conoces también el resplandor del cielo, que el amor de tu Hijo
quisiera derramar sobre nosotros en la eterna claridad;
y así, cuidadosamente, guías nuestros pasos.
Ningún precio es demasiado alto para ti
con tal de conducimos a la meta.
Pero los que tú escoges para que te acompañen,
para que un día te rodeen ante el Trono del Eterno,
tienen que permanecer aquí, contigo, junto a la cruz,
y han de comprar con la sangre de sus amargos sufrimientos
el resplandor celeste para las amadas almas,
las que el Hijo de Dios les confía como heredad.
Pero los que tú escoges para que te acompañen,
para que un día te rodeen ante el Trono del Eterno,
tienen que permanecer aquí, contigo, junto a la cruz,
y han de comprar con la sangre de sus amargos sufrimientos
el resplandor celeste para las amadas almas,
las que el Hijo de Dios les confía como heredad.
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Edith empieza reconociendo que, en el Calvario, María no solo cumplió un deber de madre hacia su Hijo, sino que en ese mismo momento se convirtió en Madre de la Iglesia y de cada creyente. La expresión “en nuestra Madre te convertiste” recuerda las palabras de Jesús a Juan: “He ahí a tu madre” (Jn 19,27). Pero Stein va más allá: no se trata solo de un mandato externo, sino de una transformación interior. María acoge en su corazón a los hijos que Dios le confía, como Madre y como Sierva fiel del Señor.
El poema subraya que la maternidad de María no es solo afectiva, sino también sacrificial: ella engendra hijos en la fe a través del sufrimiento, “con la sangre derramada por tus amargos sufrimientos”. Así como Cristo nos redime por su entrega, María participa de ese misterio como colaboradora: su dolor no fue estéril, sino fuente de vida. Stein, con sensibilidad femenina y materna, ve en la Virgen una Madre que se deja atravesar por el sufrimiento para dar a luz vida nueva.
En la segunda parte, la santa carmelita reconoce que María no solo nos engendró, sino que continúa cuidando de cada uno de nosotros: conoce nuestras debilidades, pero también sabe hacia dónde estamos llamados: a la luz del cielo que Cristo quiere regalarnos. Por eso nos guía, con ternura y firmeza, sabiendo que ningún sacrificio es demasiado grande si con ello puede llevarnos a la meta. Aquí se refleja la confianza filial de Edith Stein, que veía en la Virgen una intercesora cercana y una pedagoga espiritual.
Finalmente, santa Teresa Benedicta de la Cruz introduce una nota de gran profundidad: María no solo nos acompaña, sino que invita a algunos a permanecer con ella junto a la cruz. Es un eco de su propia vocación: unirse al sacrificio de Cristo y de María por la salvación de las almas. Esta participación no es pasiva, sino activa: “han de comprar con la sangre de sus amargos sufrimientos el resplandor celeste para las amadas almas”. Aquí Edith interpreta la vida cristiana —y de manera especial la vida contemplativa y el martirio— como una cooperación real con la obra redentora de Cristo.
Este poema es, en el fondo, una confesión autobiográfica: Edith Stein se reconoce llamada a permanecer junto a María al pie de la cruz, a ofrecer su propia vida por la Iglesia y por el pueblo judío del que procede. El lector de hoy puede escuchar en estos versos una invitación personal: dejarnos engendrar como hijos al pie de la cruz, confiar en la guía maternal de María y no temer cuando el sufrimiento se convierta en participación en la obra de Cristo. Quiera Dios que, como Edith, podamos decir: mi sufrimiento no es derrota, sino el lugar donde se aprende el verdadero amor cuando me sitúo a los pies de la cruz, unido espiritualmente a Cristo y a su madre.
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