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domingo, 4 de agosto de 2024

Pasión, muerte y sepultura de Jesús. Comentario al Credo


Después de afirmar que «fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María», el Credo continúa afirmando que Jesús «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos». Analicemos ahora cómo se llegó a esto y si la pasión y muerte de Cristo nos afectan personalmente.

«Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Así resume san Pedro la vida de Jesús, que los evangelios cuentan con detalle. Jesús pasó por el mundo «haciendo el bien»: sanaba a los enfermos, perdonaba los pecados, anunciaba a todos el amor del Padre. 

A pesar de todo, las autoridades de la época lo acusaron de falso profeta y de blasfemo: «Tú, siendo hombre, te haces igual a Dios» (Jn 10,33). Aquí no hay motivaciones políticas, sino estrictamente religiosas: «Jesús colocó a su entorno ante una cuestión decisiva: o bien él actuaba con poder divino, o bien era un impostor, un blasfemo, un infractor de la ley, y debía rendir cuentas por ello» (Youcat, 96).

Es cierto que los hombres entregaron a Jesús a la muerte, pero la Biblia afirma que (aun sin saberlo) estaban cumpliendo con un misterioso plan divino: Jesús fue «entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto» (Hch 2,23). Los hombres «entregaron» a Jesús y él mismo se «entregó» por nosotros. Es importante recordar que, en griego, las palabras «dar» (didomai) y «entregar» (paradidomai) son variaciones de un único verbo y nos ayudan a comprender el sentido de la muerte del Señor.

Judas se presentó ante los sumos sacerdotes y les dijo: «¿Qué me dais si os lo entrego? Ellos le ofrecieron treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo» (Mt 26,15-16). Durante la cena, Jesús exclamó: «Uno de vosotros me va a entregar […]. El que come en el mismo plato que yo, me entregará […]. ¡Ay de aquel que entrega al Hijo del hombre» (Mt 26,21-24). Más tarde, en Getsemaní añadió: «Ya está aquí el que me va a entregar» (Mt 26,46). Y, al recibir el beso de Judas, le dijo: «¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (Lc 22,48). De Pilato también se dice que «entregó a Jesús para que lo azotaran y lo crucificaran» (Mc 15,15). Como vemos, Judas, las autoridades judías y el procurador romano «entregaron» a Jesús.

Sin embargo, Jesús ya había dicho que «el buen pastor da la vida por sus ovejas […]. Como buen pastor, yo doy la vida por mis ovejas […]. El Padre me ama porque yo doy la vida. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla» (Jn 10,11-18). Si lo pensamos bien, el pastor no da la vida por sus ovejas. Como mucho, la arriesga, pero se retira si el peligro es grande. Al fin y al cabo, su vida vale más que la de las ovejas. Sin embargo, Jesús sí que se entrega hasta la muerte, cumpliendo lo que él mismo había anunciado: «Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). En la última cena, añade: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Así se cumplen sus palabras: «El pan que yo os daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo» (Jn 6,51). 

Antes de su pasión dio una enseñanza que ayuda a comprender lo que venimos diciendo: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que pierde su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25). Jesús da su vida, como un grano de trigo, para que otros reciban vida. Nadie le quita la vida, él la «entrega».

Esto se ve especialmente en los relatos de la última cena y de la pasión. Cuando los hombres creen llevar las riendas de los acontecimientos, misteriosamente están cumpliendo un proyecto salvador de Dios, tal como dice san Pedro el día de Pentecostés: «Jesús fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23). Hasta tal punto es así que, en el momento definitivo, «Jesús, inclinando la cabeza, entregó su espíritu» (Jn 19,30). Por eso san Pablo exclama: «Vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí» (Gál 2,20); y san Juan: «En esto consiste el amor de Dios, en que él ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros» (1Jn 4,10; cf. 4,19). Toda la vida de Jesús debe interpretarse con esta clave: el Padre nos ha entregado al Hijo, el Hijo se entrega a nosotros y por nosotros. Al mismo tiempo, nos entrega su Espíritu.

San Pablo, reflexionando sobre la muerte de Cristo, añade que «murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). Que «murió según las Escrituras» significa que estaba cumpliendo un proyecto eterno de Dios, tal como se recoge en la Biblia. Que «murió por nuestros pecados» significa que la muerte de Cristo es la manifestación de un amor que nos desborda, ya que él ha muerto por nosotros, para darnos el perdón y la vida eterna, tal como afirma san Pedro: «Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,23-24). En el Credo se recogieron estas dos afirmaciones sobre la muerte de Cristo: que lo hizo «según las Escrituras» (es decir, cumpliendo un proyecto eterno de Dios) y que fue «por nuestros pecados» (a causa de nuestros pecados y para perdonarlos).

Parece natural que Jesús muera, porque la muerte forma parte de la existencia del hombre. Todo cambia cuando comprendemos que el que muere en el Calvario es el Hijo de Dios, entre las burlas de sus enemigos, que le increpaban: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40).

Como no bajó, pensaron que moría abandonado de Dios, por lo que sus pretensiones mesiánicas quedaban truncadas. Esto exigió un enorme esfuerzo de interpretación del acontecimiento y de su significado, por parte de la primera generación cristiana.

Según el Antiguo Testamento, el mesías debía triunfar. Aparentemente, la cruz es ruptura con las Escrituras. Para comprender el plan salvador de Dios, se tuvo que releer la Biblia.

Siguiendo el ejemplo de Jesús, que empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que decían las Escrituras sobre la pasión del mesías (cf. Lc 24,26-27), los discípulos se sirvieron de algunos pasajes bíblicos para interpretarla. Especialmente del sacrificio de Isaac, la muerte violenta de los profetas, los cánticos del Siervo de Yahvé en el libro de Isaías, los sufrimientos del justo en el libro de la Sabiduría y algunos Salmos (como el 22 [21], el 69 [68], y el 109 [108]).

Sigamos profundizando en lo que confesamos en el Credo. Después de recordar que Jesús murió y fue sepultado, añadimos que «descendió a los infiernos». Para los primeros cristianos esto significaba que Jesucristo murió de verdad, ya que llamaban «infiernos» al lugar de los muertos: Jesucristo ha asumido realmente nuestra naturaleza hasta las últimas consecuencias y también ha participado de la experiencia de la muerte.

Afirmar la muerte de Jesús era una defensa de la autenticidad de la encarnación (para los herejes, ambas eran aparentes) y de la redención. La Iglesia cree que Jesús verdaderamente se hunde en el mundo de los muertos, del desamparo, «desciende a los infiernos», vive la experiencia de la muerte en su totalidad.

Los Padres de la Iglesia dan un segundo significado a esta afirmación, ya que dicen que Cristo descendió al lugar de los muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto antes de su venida a la tierra, para abrirles las puertas de la salvación.

Así lo explica una homilía del s. II que se lee hasta el presente en el oficio de lecturas del Sábado Santo: «El Dios hecho hombre ha despertado a los que dormían desde hace siglos, ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos y ordena a todos los que estaban en cadenas: “Salid”, a los que estaban en tinieblas: “Sed iluminados”, y a los que estaban adormilados: “Levantaos”».

Antes de seguir adelante, detengámonos brevemente en la presencia de Poncio Pilato en el Credo. Es el único nombre propio que aparece, aparte de los de Jesús y María, y no porque fuera un santo ni porque su vida sea ejemplar para los creyentes de hoy. Al contrario, su presencia en el Credo resulta incómoda, pero nos ayuda a recordar que las cosas que estamos diciendo de Jesucristo no son fabulaciones piadosas, meramente simbólicas, sino acontecimientos históricos, realmente sucedidos. El evangelio de san Lucas, cuando inicia a contar la vida pública de Jesús, hace un inciso para decir: Esto aconteció «en el año quince del imperio del César Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Judea y Herodes tetrarca de Galilea; su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; durante el pontificado de Anás y Caifás» (Lc 3,1-2). Estos personajes romanos y judíos sirven para colocar a Jesús en su contexto histórico: el pueblo de Israel en tiempos del Imperio Romano.

«El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido “de una vez por todas” por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo» (Catecismo, 571).


Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4, páginas 99-105. La editorial Monte Carmelo tiene distribuidores en todo el mundo por lo que, si alguien está interesado en el libro, basta con que dé estos datos en cualquier librería religiosa y ellos se lo hacen llegar. 

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