Parece que hay interés por ocultar el sufrimiento y la muerte: los enfermos son llevados a los hospitales, los ancianos a las residencias geriátricas y los muertos a los tanatorios. Los cementerios se rodean de altas tapias cada vez más lejos de los núcleos urbanos...
A lo largo de nuestra vida, muchas veces experimentamos con claridad que hemos terminado una etapa y comenzamos otra. Por ejemplo: el primer día de colegio, el paso de la escuela al instituto, la elección de una carrera universitaria, el primer trabajo, el matrimonio, el nacimiento de un hijo… El hecho de terminar una etapa de nuestra vida no significa algo malo. Al contrario, lo vivimos como algo positivo, porque ponemos nuestra mirada y nuestra ilusión en la nueva etapa que vamos a iniciar.
Sin embargo, antes o después tenemos que vivir acontecimientos que nos presentan la realidad con toda su crudeza: una enfermedad incurable, un accidente de tráfico, la muerte de un ser querido. Entonces nuestras seguridades y nuestra propia existencia se tambalean, como les sucedió a Marta y María con la muerte de su hermano Lázaro.
Podemos releer el relato (Jn 11). El episodio se sitúa en Betania, cuatro días después del entierro de Lázaro, y parece que Jesús llega tarde a propósito. Los judíos consideraban que el cadáver entraba en descomposición al tercer día. Si ya han pasado cuatro, se subraya que la muerte de Lázaro es real e irreversible.
Podemos releer el relato (Jn 11). El episodio se sitúa en Betania, cuatro días después del entierro de Lázaro, y parece que Jesús llega tarde a propósito. Los judíos consideraban que el cadáver entraba en descomposición al tercer día. Si ya han pasado cuatro, se subraya que la muerte de Lázaro es real e irreversible.
El corazón de la narración es el diálogo entre los protagonistas: «Marta dijo a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano Lázaro no habría muerto”. Jesús afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”...»
La oscuridad que la muerte de Lázaro causó en su hermana, la animó a salir en búsqueda de luz. Ella abrió el diálogo con Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». A pesar del dolor que sentía, manifestó su confianza en el poder del Señor. Él había sanado a muchos y podía haber hecho lo mismo con su hermano, aunque ya era demasiado tarde. Solo quedaba el consuelo de la oración por el difunto y la esperanza en la vida eterna. A pesar de todo, el dolor de la separación era grande.
Jesús dijo a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida». No estaba hablando de la resurrección futura, sino de algo más sorprendente: Jesús mismo es la vida. En él, en su persona, se hace presente la vida en plenitud, tanto para los que ya han muerto como para los que aún viven. El que cree en Jesús tiene «ya» la vida eterna. El cielo «ya» se ha hecho presente entre nosotros por medio de Jesús. Por la fe comenzamos a vivir en plenitud, a pesar de las limitaciones que experimentamos cada día (sufrimientos, enfermedades, pecados).
El cambio de mentalidad no tuvo que resultarle fácil. Marta esperaba la resurrección en el día final. Jesús le dijo que él mismo es la resurrección, ya presente en nuestra historia; que la vida eterna ya ha comenzado entre nosotros y que no hay que esperar a morir para encontrarla (aunque sí que hay que esperar a morir para poseerla en plenitud, sin las limitaciones de la vida presente).
La oscuridad que la muerte de Lázaro causó en su hermana, la animó a salir en búsqueda de luz. Ella abrió el diálogo con Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». A pesar del dolor que sentía, manifestó su confianza en el poder del Señor. Él había sanado a muchos y podía haber hecho lo mismo con su hermano, aunque ya era demasiado tarde. Solo quedaba el consuelo de la oración por el difunto y la esperanza en la vida eterna. A pesar de todo, el dolor de la separación era grande.
Jesús dijo a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida». No estaba hablando de la resurrección futura, sino de algo más sorprendente: Jesús mismo es la vida. En él, en su persona, se hace presente la vida en plenitud, tanto para los que ya han muerto como para los que aún viven. El que cree en Jesús tiene «ya» la vida eterna. El cielo «ya» se ha hecho presente entre nosotros por medio de Jesús. Por la fe comenzamos a vivir en plenitud, a pesar de las limitaciones que experimentamos cada día (sufrimientos, enfermedades, pecados).
El cambio de mentalidad no tuvo que resultarle fácil. Marta esperaba la resurrección en el día final. Jesús le dijo que él mismo es la resurrección, ya presente en nuestra historia; que la vida eterna ya ha comenzado entre nosotros y que no hay que esperar a morir para encontrarla (aunque sí que hay que esperar a morir para poseerla en plenitud, sin las limitaciones de la vida presente).
En este sentido, la muerte no es el final de la vida, sino solo un paso más en nuestro caminar hacia la plenitud que ya ha comenzado. Jesús preguntó a Marta (y pregunta a cada uno de nosotros): «¿Crees esto?». Ella reaccionó rápidamente y confesó su fe: «Creo, Señor». Nosotros hacemos lo mismo.
Los cristianos creemos que la muerte no es el final de nuestra existencia. Dios nos ha dado la vida por amor y su amor es más fuerte que la muerte, por lo que no puede acabar. La Iglesia ha confesado siempre que Cristo resucitado «es primicia de los que han muerto» (1Cor 15,20). Todos los que creemos en él esperamos participar un día de su misma vida en el cielo, cuando seremos revestidos de un cuerpo glorioso como el suyo. Mientras tanto, pregustamos la vida eterna, viviendo ya en amistad con Cristo, «vida nuestra».
La formulación concreta del Credo de los apóstoles dice: «Creo en la resurrección de la carne». En la Biblia, «la carne» no es una parte del hombre, sino el ser humano completo, con su identidad personal. De hecho, confesamos que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Que «se hizo carne» significa que se hizo hombre como nosotros, sometido a nuestras limitaciones.
Cuando confesamos nuestra fe en la resurrección de «la carne» estamos afirmando que cada persona conservará su identidad personal después de la muerte, que su historia personal no se perderá, sino que Dios la asumirá, corrigiendo los errores y las faltas y llevando a plenitud las cosas buenas.
Los cristianos creemos que la muerte no es el final de nuestra existencia. Dios nos ha dado la vida por amor y su amor es más fuerte que la muerte, por lo que no puede acabar. La Iglesia ha confesado siempre que Cristo resucitado «es primicia de los que han muerto» (1Cor 15,20). Todos los que creemos en él esperamos participar un día de su misma vida en el cielo, cuando seremos revestidos de un cuerpo glorioso como el suyo. Mientras tanto, pregustamos la vida eterna, viviendo ya en amistad con Cristo, «vida nuestra».
La formulación concreta del Credo de los apóstoles dice: «Creo en la resurrección de la carne». En la Biblia, «la carne» no es una parte del hombre, sino el ser humano completo, con su identidad personal. De hecho, confesamos que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Que «se hizo carne» significa que se hizo hombre como nosotros, sometido a nuestras limitaciones.
Cuando confesamos nuestra fe en la resurrección de «la carne» estamos afirmando que cada persona conservará su identidad personal después de la muerte, que su historia personal no se perderá, sino que Dios la asumirá, corrigiendo los errores y las faltas y llevando a plenitud las cosas buenas.
Por eso podemos rezar a la Virgen María, a san José o a los demás santos, porque conservan su identidad para siempre. Por eso podremos volver a encontrar a los seres queridos en la vida eterna. Habrán sido glorificados y llevados a plenitud, pero conservarán su identidad personal.
El Credo niceno-constantinopolitano, después de haber repetido varias veces «creo» en Dios Padre, «creo» en Jesucristo, «creo» en el Espíritu Santo, «creo» en la Iglesia, ahora cambia el término y afirma: «espero» la resurrección. Así se indica que la fe conlleva una actitud de espera confiada en que la Palabra de Dios se cumplirá, y que eso me afecta a mí personalmente: «yo espero» la resurrección de los muertos y mi propia resurrección. Sé que la muerte no tendrá la última palabra, porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte; y estoy dispuesto a dar el paso definitivo hacia la vida eterna en el momento en que Dios querrá.
«Creemos firmemente y así lo esperamos que, del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado, y que él los resucitará en el último día» (Catecismo, 989).
El Credo niceno-constantinopolitano, después de haber repetido varias veces «creo» en Dios Padre, «creo» en Jesucristo, «creo» en el Espíritu Santo, «creo» en la Iglesia, ahora cambia el término y afirma: «espero» la resurrección. Así se indica que la fe conlleva una actitud de espera confiada en que la Palabra de Dios se cumplirá, y que eso me afecta a mí personalmente: «yo espero» la resurrección de los muertos y mi propia resurrección. Sé que la muerte no tendrá la última palabra, porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte; y estoy dispuesto a dar el paso definitivo hacia la vida eterna en el momento en que Dios querrá.
«Creemos firmemente y así lo esperamos que, del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado, y que él los resucitará en el último día» (Catecismo, 989).
A lo largo de nuestra vida, muchas veces experimentamos con claridad que hemos terminado una etapa y comenzamos otra. Por ejemplo: el primer día de colegio, el paso de la escuela al instituto, la elección de una carrera universitaria, el primer trabajo, el matrimonio, el nacimiento de un hijo… El hecho de terminar una etapa de nuestra vida no significa algo malo. Al contrario, lo vivimos como algo positivo, porque ponemos nuestra mirada y nuestra ilusión en la nueva etapa que vamos a iniciar.
Tenemos que aprender a mirar así nuestra propia muerte, como el final de una etapa de nuestra existencia y el inicio de una nueva etapa, mucho más hermosa, mucho más plena, mucho más gozosa, fiándonos de la palabra de Jesús, que nos dijo que en la casa de su Padre hay muchas moradas y que allí hay un sitio preparado para nosotros.
Poema de María Ángeles Gómez Pascual (†2011)
Si ya floreció el almendro
y ya verdean los campos,
¿a qué estamos esperando?
Si ya tengo mi aposento
libre, limpio y adornado,
completamente vacío
para guardar tu descanso,
¿a qué estamos esperando?
Si la miel me sabe amarga
y el pan se me ha vuelto un cardo
y el vino, que era tan dulce,
es vinagre avinagrado,
¿a qué estamos esperando?
Si no hay música que iguale
la armonía de tus pasos
y golpean tus palabras
mi pecho abierto y llagado,
¿a qué estamos esperando?
Dime, mi Dueño, ¿a qué esperas
para tomarme en tus brazos?
¡Que ya floreció el almendro
y ya verdean los campos!
Poema de María Ángeles Gómez Pascual (†2011)
Si ya floreció el almendro
y ya verdean los campos,
¿a qué estamos esperando?
Si ya tengo mi aposento
libre, limpio y adornado,
completamente vacío
para guardar tu descanso,
¿a qué estamos esperando?
Si la miel me sabe amarga
y el pan se me ha vuelto un cardo
y el vino, que era tan dulce,
es vinagre avinagrado,
¿a qué estamos esperando?
Si no hay música que iguale
la armonía de tus pasos
y golpean tus palabras
mi pecho abierto y llagado,
¿a qué estamos esperando?
Dime, mi Dueño, ¿a qué esperas
para tomarme en tus brazos?
¡Que ya floreció el almendro
y ya verdean los campos!
Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte Carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4. La editorial Monte Carmelo tiene distribuidores en todo el mundo por lo que, si alguien está interesado en el libro, basta con que dé estos datos en cualquier librería religiosa y ellos se lo hacen llegar. Pueden ver la presentación de la editorial en este enlace.
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