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jueves, 9 de mayo de 2024

Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios. Comentario al Credo


El Credo confiesa que Jesús, después de su resurrección, «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». Si la imagen del «descenso a los infiernos» hoy resulta extraña, lo mismo sucede con la de la «ascensión al cielo».

Pero hemos de recordar que en el Antiguo Testamento, «ascensión», «elevación» y «glorificación» son tres palabras sinónimas para indicar la entronización de un rey, la toma de posesión de su reino. Eso es lo que queremos decir cuando afirmamos que Jesús «subió a los cielos»: el triunfo definitivo del Señor resucitado sobre el pecado y sobre la muerte, el cumplimiento de su misión salvadora, la manifestación de su gloria, su entronización «a la derecha del Padre». Como a la derecha del rey se sentaba el príncipe heredero, esto significa que Jesús comparte el poder y la gloria de Dios.

Desde entonces, ya no está en la tierra de forma visible, aunque está realmente presente de otras maneras: «Su cercanía se puede experimentar sobre todo en la Palabra de Dios, en la recepción de los sacramentos, en la atención a los pobres y allí “donde dos o más se reúnen en su nombre” (Mt 18,20)» (Youcat, 110).

El Hijo de Dios se hizo hombre al nacer de la Virgen María. Cuando, después de su vida pública, muerte y resurrección, subió al cielo, llevó consigo nuestra humanidad y nos abrió el camino de la vida eterna. Él mismo había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

Al final de los tiempos, Cristo llevará a plenitud su obra salvadora. Como él respeta nuestra libertad, si hemos creído en su Palabra y hemos intentado ponerla en práctica, escucharemos de sus labios las palabras más dulces que se pueda imaginar: «Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo» (Mt 25,34). En esos momentos, Dios mismo «secará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4).

Tenemos que entender bien qué significa el juicio de Jesucristo. Él no necesita pronunciarse. Cada uno de nosotros, con sus elecciones, se juzga a sí mismo, tal como dice el evangelista san Juan: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque hacían el mal» (Jn 3,17-19).

Cristo es la luz del mundo, el salvador enviado por el Padre. Ante él hay que hacer una opción: o acogemos la luz, el perdón y la vida, o permanecemos en la oscuridad, la culpa y la muerte. La propia salvación o condenación dependen de nuestra actitud ante su persona. El juicio es, al mismo tiempo, salvación para los que reciben a Cristo y condenación para quienes lo rechazan. Por lo tanto, cada uno de nosotros se juzga a sí mismo, al decidir de qué parte quiere estar. San Juan dice que, cuando Jesús vino a los suyos, «los suyos no lo recibieron; pero, a cuantos lo recibieron, les dio poder para convertirse en hijos de Dios» (Jn 1,11-12). Este es el verdadero drama del ser humano: Cristo viene a darle vida eterna, a hacerle hijo de Dios, pero no le obliga, sino que respeta su libertad. Él debe decidir y, con sus opciones, condiciona su futuro.

Por desgracia, con nuestra elecciones equivocadas podemos echar a perder nuestra vida, aunque siempre podemos arrepentirnos y recibir el perdón de Dios, ya que él «no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión» (2Pe 3,9). Jesucristo anuncia el amor de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4), pero también insiste en la responsabilidad de nuestros actos. Por eso, al final, «los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5,29).

«El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia. Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia» (Catecismo, 681-682).

Con su ascensión, Cristo desaparece materialmente de nuestra vista, pero tenemos que recordar que su ausencia es solo aparente, porque permanece presente entre nosotros de una manera nueva, por medio del don del Espíritu Santo y de los sacramentos.

Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte Carmelo, Burgos 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 125-128).

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