Todo parece terminar en el Gólgota, en ese siniestro «lugar de la calavera». Jesús es despojado de lo último que le queda, de sus ropas, del resto de su dignidad, y sufre la suerte de los rebeldes y de los asesinos, se encuentra entre ellos (cf. Is 53,9).
Todo el mal y el pecado del mundo caen sobre él desfigurándolo y destrozándolo por completo (cf. Is 53,5).
Todos se burlan: el que se cree profeta, que ha confiado en Dios hasta el final, que solo ha hecho el bien a todos los que ha encontrado en su camino, cuelga desnudo del patíbulo sin que nadie le ayude ni le crea, abandonado de todos, aparentemente también de Dios.
San Juan recuerda que los soldados se repartieron las pertenencias de Jesús y hace referencia explícita a la túnica: «Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo» (Jn 19,23). Los estudiosos dicen que puede hacer referencia a su condición de rey o de sacerdote, que usaban ese tipo de vestidos «sin costuras». Los Padres de la Iglesia siempre vieron en ella el símbolo de la unidad de la Iglesia, por la que Jesús oró antes de padecer: «Que todos sean uno» (Jn 17,20).
Antes de crucificarlo, le ofrecieron vino mezclado con mirra (cf. Mc 15,23; Mt 27,34). Se trataba de una bebida fuerte, que producía un estado de sopor, lo que ayudaba a los soldados en el momento de atravesar al condenado con los clavos. Pero Jesús la rechazó porque quería estar plenamente consciente hasta el final.
Una vez colocado en la cruz, se sucedieron horas de terrible tormento. En cierto momento, a Jesús solo le quedaban fuerzas para orar. Desde la cruz gritó una última plegaria: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Es la única vez en todos los evangelios en que Jesús no se dirige a Dios llamándole Padre. Esto se debe a que está citando el salmo 22 [21], que inicia precisamente con esas palabras, continúa con un lamento por la persecución injusta y acaba cantando la confianza en la misericordia de Dios, dándole gracias por su salvación: «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22 [21],23).
Por eso san Lucas, en lugar de recordar este salmo, cita otro parecido y pone en boca de Jesús moribundo la siguiente expresión: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31 [30],6). Así subraya que, en el momento definitivo, Jesús sigue confiando contra toda esperanza en que la promesa de Dios ha de ser más fuerte que el pecado y que la muerte.
Poco antes de morir, le ofrecieron vinagre para beber (cf. Mt 27,48; Mc 15,36; Lc 23,36; Jn 19,29). Quizás era la misma bebida del principio, aquí llamada de otra manera, o quizás se trataba del vino amargo y avinagrado (que en latín llamaban «posca»), que era de uso común entre los soldados y las clases poco pudientes. La primera comunidad cristiana vio en este gesto el cumplimiento de una profecía que subrayaba los sufrimientos del justo perseguido: «Espero compasión, y no la hay; consoladores, y no los encuentro. En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69 [68], 21-22).
Aparentemente, Jesús muere abandonado de Dios, sin que él intervenga para consolarlo en sus últimos momentos. El que pasó haciendo el bien y anunció la cercanía de Dios a los que sufren parece haber fracasado en su anuncio. Por eso sus enemigos se burlan de él.
Texto tomado de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, "La Semana Santa según la Biblia", editorial Monte Carmelo, Burgos 2017, ISBN: 978-84-8353-819-7, páginas 139-141.
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