Ya he hablado en varias ocasiones del retiro de Cristo en el desierto y de las tentaciones, ya que este tema se trata siempre en el evangelio del primer domingo de Cuaresma (aunque cada año se lea la versión de un evangelista distinto). Así que por fuerza tengo que repetirme.
Es significativo que todas las familias litúrgicas proponen como evangelio del domingo I de Cuaresma el retiro de Cristo en el desierto, después de su bautismo. De alguna manera indica que la Cuaresma es una experiencia de desierto que se prolonga durante cuarenta días.
El Desierto
Es, ante todo, lugar de silencio y de soledad que sitúa al hombre ante las preguntas últimas, ya que le permite alejarse de las ocupaciones cotidianas para encontrarse con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16).
Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo.
Benedicto XVI lo explicó así: «El desierto es una metáfora muy elocuente de la condición humana. El libro del Éxodo narra la experiencia del pueblo de Israel que, habiendo salido de Egipto, peregrinó por el desierto del Sinaí durante cuarenta años antes de llegar a la tierra prometida. A lo largo de aquel largo viaje, los judíos experimentaron toda la fuerza y la insistencia del tentador […] pero, al mismo tiempo, gracias a la mediación de Moisés, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los invitaba a convertirse en su pueblo santo».
No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral.
Benedicto XVI hizo abundantes referencias a este simbolismo en la misa de inicio de su ministerio petrino, indicando que Jesús ha descendido a esas realidades para rescatarnos, y quiere que nosotros lo hagamos también: «Hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado […] La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios».
Las tentaciones
Al hablar de la fiesta del Bautismo del Señor, ya indicamos que la voz del Padre identifica a Cristo con el siervo de Yavé. Ratzinger, que dedica el primer capítulo de su libro sobre Jesús al tema, profundiza en la obediencia de Jesús cuando comenta las palabras que dirige al Bautista: «conviene que se cumpla toda justicia» (Mt 3, 15):
«En el mundo en que vive Jesús, “justicia” es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del “yugo del Reino de Dios” según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo».
El mismo Espíritu que lo consagra lo empuja al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Esto quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación.
La tentación se refiere precisamente a su disposición a obedecer. Por eso, el papa Benedicto subrayaba que «las tentaciones no fueron un accidente en el recorrido, sino la consecuencia de la elección de Jesús de seguir la misión que le confió el Padre, de vivir hasta las últimas consecuencias su identidad de Hijo amado que confía totalmente en él».
Satanás le propuso utilizar su poder en provecho propio y seguir el camino del triunfo (cf. Mt 4,1-11). Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentó en otros momentos de su vida (cf. Lc 4,13), principalmente en la cruz (cf. Mt 27,40-43).
Jesús superó las tentaciones sometiéndose a los planes de Dios: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios sobre sus propias necesidades o proyectos.
Él se abandonó en las manos del Padre, a pesar de que el siervo sufriente parecía condenado al fracaso. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). El Catecismo expone el significado de las tentaciones y de sus consecuencias para nosotros:
«El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente […] Satanás le tienta tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios […] La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. Es por eso por lo que Cristo venció al tentador a favor nuestro».
Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. Por eso, la liturgia confiesa que Jesús fue tentado «por nosotros», en favor nuestro.
San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17).
Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abre el camino del desierto al Paraíso.
Al respecto, san Agustín, recuerda la doctrina del «admirable intercambio» que hemos visto en Navidad, y añade que todos estamos llamados a participar de la victoria de nuestra cabeza: «En Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación […]; de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo».
Tomado de mi libro La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI, Burgos 2012, pp. 216-220.
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