Al inicio de su camino hacia la cruz, el Padre manifiesta que Jesús es su «Hijo amado» y por un momento revela su gloria en la carne mortal de Cristo. Se manifiesta así su verdadera identidad. De ella dan testimonio Moisés y Elías («la Ley y los profetas»), que lo anunciaron y ante el que se retiran, para dar paso al evangelio. De hecho, cuando sus asustados discípulos se levantaron del suelo, «ya no vieron a nadie más que a Jesús, solo» (Mt 17,8).
El mesías sufriente
San Marcos afirma desde el principio que el contenido de su evangelio es Jesús mismo, el mesías, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1). Toda la primera parte de su obra culmina en la confesión de Pedro: «Tú eres el mesías». La segunda culmina con la confesión del centurión romano, en el momento de la muerte del Señor: «Este era Hijo de Dios».
El bautismo, narrado al inicio del evangelio (1,9-11), es la introducción y la clave de lectura de la primera parte: indica que el que hace maravillas es el que antes se metió en la fila de los pecadores y aceptó ser el siervo que carga con los pecados.
Por su parte, la transfiguración, narrada al inicio de la segunda parte (9,2ss), es la introducción y la clave de lectura del viaje de Jesús a Jerusalén: nos hace comprender que el que camina hacia la cruz, abandonado e incomprendido, es el Hijo que el Padre quiere que escuchemos, el cual manifiesta su gloria en la debilidad. Los paralelismos hacen ver la relación entre los dos acontecimientos, ya que son la cara y la cruz de la misma moneda.
También hemos hablado del primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía que padecer mucho»), que siguió a la confesión de Pedro en Cesarea, antes de iniciar el viaje a Jerusalén. La transfiguración tiene lugar al inicio de este viaje, que fue el último de Jesús.
En los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas encontramos que la confesión de Pedro, las explicaciones de Jesús sobre el significado de su mesianismo y la transfiguración están íntimamente unidos y enlazados entre sí. Los dos primeros dicen que la transfiguración sucedió «seis días después» (Mt 17,1; Mc 9,2), mientras que el tercero la sitúa: «unos ocho días después» (Lc 9,28). Poniendo estos acontecimientos en relación, nos indican que la transfiguración es, también, explicación del mesianismo de Jesús: en él se juntan, de manera misteriosa, la pasión y la gloria.
La montaña, la nube y la voz
El evangelio afirma que la transfiguración tiene lugar en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1). De esta manera, la pone en relación con dos importantes acontecimientos bíblicos, que también sucedieron en lo alto de una montaña: la alianza que Dios estableció con Israel en la cima del Sinaí, en tiempos de Moisés, y la revelación de que hay un solo Dios verdadero, que él realizó en la cima del Carmelo, en tiempos de Elías. De hecho, ambos están presentes en la transfiguración, para dar testimonio de Cristo, que lleva a cumplimiento lo que ellos iniciaron. Más tarde, la muerte de Jesús y su ascensión al cielo también sucederán en dos montes: el Calvario y el de los olivos.
Los evangelios no indican el nombre del monte, pero la tradición lo ha identificado con el Tabor, en la baja Galilea, cerca del lago de Genesaret.
La subida al monte hace referencia al esfuerzo de los que siguen a Jesús. La mayoría se quedó en el valle. San Jerónimo destaca que solo los que subieron al monte vieron a Jesús transfigurado. Así, los cristianos deben caminar con Cristo para contemplarle:
«Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura. “Y los llevó a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos”. Incluso hoy en día está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte –al monte suben tan solo los discípulos, las turbas se quedan abajo–; si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, este no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para este Jesús se transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos».
La nube simboliza la presencia de Dios. Durante el éxodo, en el desierto, Dios se hacía presente por medio de una nube que guiaba al pueblo y, cuando montaban el campamento, «descendía» sobre la tienda del encuentro, «cubriéndola» con su sombra (cf. Éx 24,15-18). Isaías la identifica con el Espíritu Santo (cf. Is 63,14).
Esa misma nube es la que «descendió» sobre María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (cf. Lc 1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (cf. Mc 9,7), para indicar que Dios se hace presente, llevando a cumplimiento todas sus anteriores intervenciones salvíficas. Es significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos.
Como ya había sucedido en el bautismo, en la transfiguración Jesús ora con el deseo de someterse a la voluntad del Padre, que coincide con la obediencia y el sufrimiento del mesías. Como respuesta, llegaron del cielo los signos de su complacencia: la luz que transfiguró a Cristo y la voz que lo proclamó «Hijo amado», añadiendo la invitación a escucharle, porque es el profeta definitivo.
Los testigos y la conversación
Pedro, Santiago y Juan son los discípulos presentes en la transfiguración (testigos del poder de Jesús). Son los mismos que se encontrarán también en Getsemaní, en la noche en que Jesús fue entregado (testigos de su debilidad). Así podrán dar testimonio de la gloria del siervo.
El miedo que expresan es el temor sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, que es al mismo tiempo mesías y siervo. En la transfiguración, vieron la gloria de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación en el camino hacia la cruz.
Pedro quiere hacer unas tiendas o cabañas para Jesús, Moisés y Elías. Esto pone el acontecimiento en relación con la fiesta judía de las tiendas o de las cabañas (llamada «Sukkot» en hebreo), que recuerda el éxodo, el camino de Israel por el desierto hacia la tierra prometida. La fiesta consiste hasta el presente en hacer cabañas como morada temporal.
El profeta Zacarías dice que, en tiempos del mesías, todos los pueblos subirán a Jerusalén a celebrar la fiesta de las cabañas (cf. Zac 14,16-19). Por eso, los judíos identificaban esa fiesta con el futuro triunfo del mesías y con el establecimiento del reino de Dios.
En este contexto, cuando Jesús inicia su viaje definitivo a Jerusalén, en el que se revelará claramente su identidad y se realizará la misión para la que vino al mundo, Moisés y Elías dialogan con Jesús. La presencia de estos personajes tiene gran importancia. El primero se encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de los tiempos, para preparar la llegada del mesías. Representan «la Ley y los profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde: que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el profeta último y definitivo, que anuncia la Palabra de Dios.
San Lucas señala que Jesús, Moisés y Elías «hablaban de su muerte (la palabra usada en griego es “éxodo”), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y los profetas, se confirma lo que ya se reveló en el bautismo: Jesús es el siervo de Yahvé, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. La Biblia (Moisés y los profetas) testimonia que su muerte es un éxodo, un paso de este mundo al Padre.
Como hizo en el bautismo, en la transfiguración Jesús asume la misión para la que ha venido al mundo y acepta la voluntad del Padre. Así, muestra que la verdadera oración consiste en unir nuestra voluntad a la de Dios. Por eso, la transfiguración en el Tabor está íntimamente unida con el bautismo, pero también con la oración en el Huerto de los olivos.
Anticipo de la resurrección y de la gloria futura
Siguiendo a los santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración un anticipo de la resurrección de Jesús:
«Cristo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección».
Podemos decir que en el rostro de Jesús brilla la luz divina que él tenía en su interior y que resplandecerá plenamente el día de la resurrección.
Si la transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal, también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura glorificación de nuestros cuerpos individuales y de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación. Los vestidos de Jesús transfigurado «se volvieron blancos como la luz». Los vestidos de los redimidos también serán blancos (cf. Ap 7,9.13) porque «han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero» (Ap 7,14).
Texto tomado de mi libro "La Semana Santa según la Biblia", Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2017. ISBN: 978-84-8353-819-7, páginas 63-69.
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