Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 5 de mayo de 2025

La teología bíblica


Como es natural, para poder hacer teología hemos de conocer sus fuentes, especialmente la Biblia, por lo que necesitamos un acercamiento a los libros que la componen y a su mensaje, a su origen y transmisión, a los géneros literarios que utiliza y a su interpretación.

Siguiendo a san Pablo, la Iglesia afirma que las Escrituras han sido inspiradas por Dios para nuestra salvación:

«Las Sagradas Escrituras te guiarán a la salvación por medio de la fe en Jesucristo. Toda la Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que la persona religiosa pueda llegar a ser perfecta y esté preparada para hacer el bien» (2Tim 3,15-17).

Decimos que la Biblia o «Sagrada Escritura» es la «Palabra de Dios» y que, en ella, Dios mismo nos habla y nos ofrece su amistad, utilizando un lenguaje humano. Pero, ¿cuál es el origen de este libro misterioso? Y ¿cuáles son sus contenidos principales?

Contra lo que se pudiera pensar, la Biblia no es un libro sino una colección de setenta y tres libros, de los cuales algunos son muy largos –Isaías, por ejemplo–, mientras que otros apenas ocupan una página –como la tercera carta de Juan–. De hecho, «libro» se dice biblion en griego, y el plural «libros» se dice biblia; se trata de un término similar a la palabra «biblioteca», que nos habla de un conjunto ordenado de libros. Estos (como ya hemos hecho notar más arriba) no han sido escritos todos de una vez, ni en el mismo lugar, ni por el mismo autor, ni aun en el mismo idioma: los más antiguos se escribieron hace unos tres mil años –aunque recogen tradiciones orales anteriores– y los más modernos se escribieron hace unos mil novecientos.

A los cuarenta y seis libros que recogen la revelación de Dios a Israel antes del nacimiento de Jesucristo los llamamos «Antiguo Testamento», y fueron escritos en hebreo (aunque algunos lo fueron en arameo o en griego). A los veintisiete que recogen la revelación de Dios después del nacimiento del Señor Jesús los llamamos «Nuevo Testamento», y fueron escritos todos en griego.

La mayoría de los libros del Antiguo Testamento provienen de Palestina, aunque hay textos que se escribieron en otros lugares cercanos, como Egipto y Mesopotamia. Los libros del Nuevo Testamento se escribieron en distintos lugares del antiguo Imperio romano: Jerusalén, Antioquía de Siria, Acaya, Roma, etc.

A la variedad de autores y procedencias se suma también que son distintos los géneros literarios utilizados; así, en la Biblia hay textos en prosa y en verso, narraciones históricas y colecciones de leyes, canciones populares y documentos diplomáticos, textos épicos (que cantan las hazañas de un personaje) y elegías (lamentaciones fúnebres), reflexiones de los sabios para educar a los jóvenes, oráculos de los profetas, cartas, etc.

A pesar de esto, podemos encontrar una profunda unidad en todos ellos, ya que todos son «inspirados» por Dios, es decir, que Dios ha movido la voluntad de los escritores para que nos transmitieran, con sus propias palabras, el mensaje que él quería hacernos llegar: «Ninguna profecía de la Escritura procede de la voluntad humana, sino que, impulsados por el Espíritu Santo, algunos hombres hablaron de parte de Dios» (2Pe 1,21).

Que la Biblia está inspirada significa que Dios ha concedido a los redactores finales un carisma especial, una iluminación para que escribieran lo que él quería comunicarnos en orden a la salvación del género humano. Por lo tanto, Dios no dictó cada palabra a los escritores, sino que movió sus voluntades para que nos transmitieran el mensaje que él quería hacernos llegar. Ese don no eliminó la libertad de los escritores, que se sirvieron de fuentes anteriores y las completaron y transformaron usando su propio lenguaje, las imágenes de su cultura, las concepciones científicas, históricas y teológicas de su época, etc. De modo que es necesario distinguir entre los contenidos de la revelación y el envoltorio en el que se presenta.

Esto significa que, para comprender los textos, hemos de estudiar el contexto en el que surgieron, la manera de hablar de sus autores, la evolución de las ideas y de las instituciones. Si lo hacemos bien, descubriremos un mensaje actual y siempre necesario: el misterio escondido de Dios y su proyecto amoroso sobre los seres humanos, imposible de ser conocido solo con nuestras fuerzas, pero que él, en su misericordia, ha querido manifestarnos por medio de su Palabra, la cual recoge «el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora» (Col 1,26).

Este proyecto salvador de Dios comenzó a realizarse en el primer momento de la creación (Gén 1-3), se ha desarrollado a lo largo de los siglos con numerosas intervenciones de Dios a favor de los hombres, especialmente en Cristo, que lleva la historia a su plenitud (cf. Gál 4,4), y tendrá su plena realización al final de los tiempos, cuando Dios renueve los cielos y la tierra (cf. Ap 21-22). Cada intervención de Dios tiene que ser interpretada a la luz de este proyecto general, que da unidad a todos los pasajes y libros de la Biblia.

La teología bíblica ayuda a comprender el mensaje de cada libro y de cada autor, así como la relación interna entre todos ellos. Efectivamente, cada intervención de Dios a lo largo de los siglos forma parte de una única historia de salvación, proyectada antes del tiempo, iniciada en el mismo momento de la creación y realizada de una manera progresiva, que encuentra su realización y su clave de interpretación en Cristo y que se cumplirá plenamente solo al final de los tiempos.

La teología bíblica también nos enseña que el principal contenido de la Biblia no es un conjunto de verdades que creer o de normas morales o cultuales que cumplir (aunque esos temas estén presentes), sino un kerigma, un mensaje que Dios dirige a los hombres, un ofrecimiento de salvación acompañado por una invitación a la conversión, de manera que esta salvación pueda ser acogida realmente por los destinatarios del mensaje. Su contenido es «la buena noticia» (Is 52,7), «el evangelio de Dios» (1Tes 2,9).

Por lo tanto, la Biblia no es un tratado de historia ni de ciencias de la naturaleza en el sentido moderno, sino que recoge la experiencia religiosa de un pueblo e intenta dar una respuesta creyente a las preguntas fundamentales del ser humano: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, ¿qué debemos hacer para ser felices? Además, ofrece una interpretación religiosa de los acontecimientos de la historia, no quedándose en los meros hechos sino buscando su significado más profundo.

La Biblia enseña la verdad relacionada con la salvación humana, tal como afirma san Pablo: «Desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación» (2Tim 3,15). En la Sagrada Escritura coinciden la revelación y la verdad: son la manifestación a los hombres de la fidelidad de Dios, de su proyecto de amor y de su misericordia. La Biblia recoge el testimonio de personas –con sus virtudes y sus defectos– que han vivido esta experiencia a lo largo de los siglos, en contextos históricos muy concretos, y que la han transmitido con el lenguaje de su cultura y de su época con la intención de provocar en los destinatarios el deseo de abrirse a una experiencia similar. Con esa finalidad se escribió; por tanto, no busquemos en ella otro tipo de enseñanzas.

No podemos pretender entender a la primera el lenguaje y las imágenes usadas por los autores bíblicos, ya que nos separan de ellos muchos siglos y fueron escritos con mentalidad oriental, amiga de los relatos y de los símbolos. Sin embargo, si nos esforzamos por comprender el contexto de la época y los géneros literarios que usan los escritores, la teología bíblica nos permitirá descubrir un mensaje actual y siempre necesario: el misterio escondido de Dios y de su proyecto amoroso sobre los seres humanos, imposible de ser conocido con nuestras solas fuerzas pero que él, en su misericordia, ha querido manifestarnos: «Dios me ha confiado la misión de anunciaros su Palabra, es decir, el plan eterno que Dios ha tenido escondido durante siglos y generaciones y que ahora nos ha revelado» (Col 1,25-26).

Podemos dividir el Antiguo Testamento en los siguientes bloques:

1. El Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

2. Libros históricos: Josué, Jueces, libros de Samuel, libros de los Reyes, libros de las Crónicas, libros de los Macabeos y otros menores.

3. Libros proféticos: con los cuatro profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y los doce menores.

4. Libros poéticos (Salmos, Cantar de los cantares, Lamentaciones) y sapienciales (Job, Proverbios, Eclesiastés, Sabiduría y Eclesiástico).

El Nuevo Testamento consta de los siguientes bloques:

1. Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

2. Hechos de los apóstoles.

3. Cartas de san Pablo, ordenadas desde la más larga a la más corta, a las que se añade la Carta a los hebreos.

4. Cartas católicas: de Santiago, Pedro, Juan y Judas.

5. Apocalipsis.

[Para saber más, consultar: Catecismo 1ª Parte, 1ª sección, capítulo 2º: “Dios al encuentro del hombre”. Artículo 03: “La Sagrada Escritura” (nn.101-141)].


Texto tomado de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, "Hablar de Dios y del hombre en el siglo XXI. Introducción a la Teología y sus contenidos", editorial Monte Carmelo, Burgos 2019, páginas 129-134.

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