Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 15 de diciembre de 2016

El camino de la unión con Dios según san Juan de la Cruz


Hace algunos días dedicamos una entrada a tratar del inicio de la vida espiritual según san Juan de la Cruz (pueden consultarla aquí).

Allí recordamos que todo comienza «cayendo en la cuenta», lo que significa significa tomar conciencia, asumir vitalmente que el cristianismo no es en primer lugar un conjunto de doctrinas que aprender, de ritos que celebrar, ni de normas morales que cumplir, sino el encuentro con el amor incomprensible de un Dios que nos ha creado por amor, que nos ha redimido por amor y que nos ha rodeado de mil manifestaciones de su amor, antes incluso de nuestro nacimiento. Solo esto nos capacita para ponernos en camino.

Cuando Dios llamó a Abrahán, le dijo: «Sal de tu tierra […]. Y él marchó, como le había dicho el Señor» (Gén 12,1.4). 

San Juan de la Cruz explica que la respuesta correcta de la persona que ha descubierto el amor de Dios siempre se resume en salir «de todas las cosas criadas y de sí misma» (C 1,2); «Salir de todas las cosas según la afección y voluntad» (C 1,6); «Salir de todas las cosas y de los apetitos e imperfecciones» (1S 1,1); «[Salir] del cerco y sujeción de las pasiones y apetitos naturales» (1S 15,1); «Salir, según la afección, de sí y de todas las cosas» (1N 1,1); «Salir, según la afección y operación de todas las cosas criadas […], apagar el apetito y afección» (1N 11,4). 

Salir de las cosas no significa carecer de ellas, sino no poner en ellas el corazón, usarlas con libertad y con moderación, como medios, pero nunca como fines. 

Lo resume en la expresión «salir según la afección» (es decir, según el afecto, la inclinación, el deseo). Efectivamente, «no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda el alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga» (1S 3,4). 

No hace un juicio de valor sobre las cosas (los objetos, los bienes), sino sobre nuestra relación con ellas. El vino, por ejemplo, no es malo, pero su abuso sí que lo es. Un cuchillo tampoco es malo ni bueno, pero podemos usarlo bien (para pelar patatas) o mal (para clavárselo a alguien). 

San Juan de la Cruz advierte de la importancia de usar bien las cosas y del peligro de convertirnos en sus esclavos.

Como «el amor hace semejanza entre el que ama y el objeto amado» (1S 4,3), si el destino último de nuestro amor son las cosas, nos cosificamos. 

Lo que es válido para los individuos, también lo es para las colectividades. Por motivos meramente económicos hoy se vuelve a hablar de austeridad y de moderación en el consumo de los bienes, porque hemos comprobado que la codicia ha colocado nuestra sociedad al borde del precipicio.

Salir de sí mismo significa «des-centrarse», comprender que no somos autosuficientes, que nunca nos bastamos a nosotros mismos, que necesitamos de los demás: «Salí de mí misma, esto es, de mi bajo modo de entender, y de mi flaca suerte de amar, y de mi pobre y escasa manera de gustar de Dios» (2N 4,1). 

Para san Juan de la Cruz, la vida verdaderamente humana es «éxtasis», que literalmente significa «salir de sí». Pero no entendiéndolo como una experiencia momentánea, sino como un camino que dura toda la vida, poniendo en práctica una enseñanza fundamental del evangelio: «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la ganará» (Lc 17,33 y paralelos). 

Esto consiste en no ser egoísta, sino generoso; en no pensar solo en mí mismo y en mi comodidad, sino en buscar el bien del otro, dar la vida. Esto significa salir de sí mismo: no buscarme a mí mismo, pensar en los demás, darme por amor.

Este «salir de sí y de todas las cosas» es la primera etapa de la vida espiritual, que inicia el camino de la unión. Pero no basta con proponérselo, hay que ponerlo por obra. 

Y solo se puede tener fuerza para dejar un estilo de vida arraigado si se ha encontrado algo que de verdad merece la pena, algo mejor a lo que se poseía: «Para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, con cuyo amor y afición se suele inflamar la voluntad para gozar de ellas, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo» (1S 14,2). 

Pone el ejemplo del niño que tiene en las manos algo con lo que se puede hacer daño. Para quitárselo, hay que darle primero otra cosa. Solo así dejará lo primero y no llorará (cf. 3S 39,1). 

Lo mismo le sucede al creyente, que únicamente se esforzará para vencer sus pasiones si tiene «otra inflamación mayor de otro amor mejor». Encontrará la fuerza necesaria para perseverar en el esfuerzo si lo hace «por amor de Jesucristo» (1S 13,4); «Solo por amor de él, inflamada en su amor» (1S 1,4). 

Eso no significa que lo consiga, pero lo intentará con todas sus fuerzas, volviendo a levantarse y a ponerse en camino después de cada caída.

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