Por entonces se retiró a vivir en una cueva junto al río Duero, en las afueras de la actual ciudad de Soria, un joven rico que, primero, entregó todos sus bienes a los pobres. Hablamos de san Saturio. Pronto se le unió un discípulo, san Prudencio, que posteriormente fue obispo de Tarazona e impulsor de la devoción al santo.
La actual ermita de san Saturio, patrón de Soria, es un sorprendente laberinto de cuevas y pasillos excavados en la roca, con unos edificios colgados sobre el río, desde el que se tienen unas vistas impresionantes.
Hablamos de un lugar en el que se funden la naturaleza, el arte, las leyendas y la poesía, dando lugar a un espacio muy sugestivo.
El camino comienza en los arcos de san Juan de Duero, restos de un antiguo monasterio de caballeros hospitalarios de san Juan, los que levantaron el gran hospital en la ciudad de Jerusalén en tiempos de las cruzadas. Este claustro une las influencias de oriente y occidente, del románico y del primer gótico. Así los cantó Gerardo Diego (1896-1987):
Para ti, San Juan mío, solo quiero
mi lateral, oblicua, alta mirada
de pájaro. Tu enigma, tu cruzada
te dejó puro, oh claustro, oh flor del Duero.
Tus cánones, antífonas, corales
juegan al corro de las cuatro esquinas,
que a la luz de la luna de las ruinas
varía sus mudanzas espectrales.
¿Te levantó el techado ángel cojuelo?
¿O quedaste inconcluso, criatura
perfecta, como estás, abierto al cielo?.
Nieves, soles, escarchas, tu ventura
respetan, tus cadenas y tu anhelo.
¿Alzará el vuelo un día tu hermosura?
Desde allí nos acercamos a los restos del monasterio de san Polo, que antiguamente habitaron los caballeros templarios. Hoy el camino atraviesa el antiguo templo por un arco. Allí situó Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) su leyenda "El rayo de luna", en la que escribe:
«Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río...»
En las vecinas montañas sitúa otra de sus leyendas, posiblemente la más famosa, la titulada "El monte de las ánimas", en la que los monjes guerreros se enfrentaban con los nobles de la ciudad por los derechos de caza y madera del bosque. Así dice, casi al comienzo:
«A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte...»
Desde allí se continúa por el camino junto al río, tantas veces cantado por los poetas, como en estos versos de Antonio Machado (1875-1939):
¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!…
Estos otros versos, también de Machado, cantan a los árboles que crecen en las riberas del Duero:
He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!
También Dionisio Ridruejo (1912-1975) cantó a estos parajes de ensueño:
Habla mi Duero, escucha el bosquecillo
y celan los tapiales el secreto.
El sol te goza y labra y estás quieto,
como un mendigo al sol, solo y sencillo.
Huerto del sol sin frutos, amarillo,
trenzado otoño de los siglos, prieto;
y casi en llamas porque amor, discreto,
ha injertado un parral en un castillo.
Los arcos en los aires, como el puente,
el acueducto, la alameda, el soto,
sosteniendo la luz o la quimera.
Sosteniendo el palacio evanescente
de mi dulce niñez; claustro remoto
en los jardines de la primavera.
Son muchos los poetas que han cantado a este paseo tan singular y evocador. Pero no podemos alargarnos más, por lo que termino con unos versos de la poeta Concha de Marco (1916-1989):
El viento preso en el aire...
baja al Duero
por los arcos templarios,
por San Polo,
por la sierra de Santa Ana.
San Saturio,
bajo su capa de hielo,
huele a cera
de las velas encendidas en la ermita.
...En los huecos
de los álamos desnudos,
los jilgueros,
ruiseñores y gorriones,
los pardillos,
verderones,
unos sobre otros dormidos...
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