Susana March (1915-1990) dedicó un precioso poema a san Juan de la Cruz, en el que afirma que lee sus versos cada vez con más frecuencia "porque envejece aprisa" y necesita de su consuelo, acordándose del "atardecer de la vida" en el que seremos juzgados en el amor, según palabras del mismo san Juan.
La poeta no sabe bien cómo llamarle: amigo, hermano, hijo... ya que su palabra es dulce y hiere al mismo tiempo, la consuela y hace brotar en ella el ansia de eternidad.
Al leer sus versos, incluso crece en autoestima ("una ternura / hacia mí misma invade mi silencio") y se reconcilia con su historia y con el mundo ("Todo está bien: el árbol, la campana, la muerte").
Lo más llamativo es que con solo pensar que existió san Juan de la Cruz encuentra consuelo y ternura. La vida, los poemas, las enseñanzas de este gran-pequeño santo son suficientes para reconciliarnos con nuestro ser humanos, para justificar el misterio de la existencia.
Sí, la voz de san Juan de la Cruz es un "arrullo", tal como dice la poeta. Recordemos que también Unamuno llamó a los poemas de san Juan "canto de cuna". Al leerlos, conseguimos olvidar por un momento todo lo feo y doloroso que hay en el mundo, vislumbrando otro más bello y feliz, costoso de encontrar y construir, pero realmente posible.
¡Que san Juan de la Cruz despierte también en nosotros los mejores sentimientos y deseos!
Tu voz es como el viento cuando gime
entre los bosques de la primavera,
el dulce chorrear de los arroyos,
el corazón de un pájaro cautivo.
Tu voz es miel y, sin embargo, duele.
En la sangre me araña su dulzura.
Como un ciprés, o un álamo, te yergues
enlutado y azul a un mismo tiempo.
¡Llamarte hermano y embriagarme toda!
¡Decirte amigo y deshacerme en llanto!
Coger al vuelo tu palabra mística
y atarla como un chal a mi garganta.
Quererte... Es más. Soñarte como a un hijo.
Sentir todo mi pecho traspasado
por tu voz de metal y cristalina.
Tu voz de Dios, de arrullo y equilibrio.
A veces, por las tardes, cuando el día
guarda en el arca su moneda de oro,
–cada vez más porque envejezco aprisa–,
leo tus versos, pienso que exististe...
Y un celestial consuelo, una ternura
hacia mí misma invade mi silencio.
Todo está bien. El árbol, la campana.
Allá, en la Muerte, tú. Yo aquí, en la orilla.
JUAN DE LA CRUZ
entre los bosques de la primavera,
el dulce chorrear de los arroyos,
el corazón de un pájaro cautivo.
Tu voz es miel y, sin embargo, duele.
En la sangre me araña su dulzura.
Como un ciprés, o un álamo, te yergues
enlutado y azul a un mismo tiempo.
¡Llamarte hermano y embriagarme toda!
¡Decirte amigo y deshacerme en llanto!
Coger al vuelo tu palabra mística
y atarla como un chal a mi garganta.
Quererte... Es más. Soñarte como a un hijo.
Sentir todo mi pecho traspasado
por tu voz de metal y cristalina.
Tu voz de Dios, de arrullo y equilibrio.
A veces, por las tardes, cuando el día
guarda en el arca su moneda de oro,
–cada vez más porque envejezco aprisa–,
leo tus versos, pienso que exististe...
Y un celestial consuelo, una ternura
hacia mí misma invade mi silencio.
Todo está bien. El árbol, la campana.
Allá, en la Muerte, tú. Yo aquí, en la orilla.
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