Les propongo un largo comentario al poema La Fonte de san Juan de la Cruz. He estado dudando si poner aquí todo el texto o si dividirlo en varias entradas. Finalmente (aunque me riña mi madrina porque me ha salido demasiado larga), he preferido hacerlo en una sola. Así, quien tenga interés, puede leerlo con calma o guardárselo.
Ya sé que esto parece más un artículo que una entrada del blog, pero he disfrutado tanto escribiéndolo que quiero compartirlo, por si a alguien le sirve. Ahí va.
Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
La fuente es Dios mismo, que se comunica al hombre para darle vida. Este no la puede comprender racionalmente, pero la gusta en la noche de la fe. Sabe de ella aunque no la pueda explicar. De hecho no es necesario ver el agua para llevársela a la boca. Para no morir de sed, basta con beber, aunque sea a oscuras. Lo que queda claro es que esa fuente no es un ente estático ni encerrado en sí mismo, sino que «mana y corre», es dinamismo generador de vida (lo desarrollará especialmente en las estrofas 2 a 6), que sale de sí para ir al encuentro de los otros.
La primera estrofa habla de aquella fuente misteriosa, que permanece siempre escondida para el hombre, incomprensible, a oscuras porque el exceso de su luz excede nuestras capacidades y nos deslumbra: «Para el alma, esta excesiva luz de la fe le es oscura tiniebla, porque lo más priva (y vence) lo menos, así como la luz del sol priva las otras luces (de manera que no parezcan luces cuando ella luce) y vence nuestra potencia visiva (de manera que antes la ciega y priva de la vista que se la da), por cuanto su luz es muy desproporcionada y excesiva a la potencia visiva. Así, la luz de la fe, por su gran exceso, oprime y vence la del entendimiento […]. Luego claro está que la fe es noche oscura para el alma» (2S 3,1-4).
Es decir, el eterno misterio de Dios se encuentra por encima de nuestras capacidades, está «escondido», pero por la fe (envueltos en la oscuridad) sabemos dónde brota, donde «mana». Conviene recordar que el Cántico Espiritual comienza con una reflexión sobre el Dios escondido: «El lugar adonde está escondido el Hijo de Dios es, como dice San Juan, en el seno del Padre, que es la esencia divina, la cual es ajena de todo ojo mortal y escondida de todo humano entendimiento; que por eso Isaías, hablando con Dios, dijo: “Verdaderamente tú eres Dios escondido”. De donde es de notar que por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias de Dios que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver con él; porque todavía a la verdad le está al alma escondido, y por eso siempre le conviene al alma, sobre todas esas grandezas, tenerle por escondido y buscarle escondido» (C 1,3).
La primera estrofa habla de aquella fuente misteriosa, que permanece siempre escondida para el hombre, incomprensible, a oscuras porque el exceso de su luz excede nuestras capacidades y nos deslumbra: «Para el alma, esta excesiva luz de la fe le es oscura tiniebla, porque lo más priva (y vence) lo menos, así como la luz del sol priva las otras luces (de manera que no parezcan luces cuando ella luce) y vence nuestra potencia visiva (de manera que antes la ciega y priva de la vista que se la da), por cuanto su luz es muy desproporcionada y excesiva a la potencia visiva. Así, la luz de la fe, por su gran exceso, oprime y vence la del entendimiento […]. Luego claro está que la fe es noche oscura para el alma» (2S 3,1-4).
1. Aquella eterna fuente está escondida,
qué bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.
Es decir, el eterno misterio de Dios se encuentra por encima de nuestras capacidades, está «escondido», pero por la fe (envueltos en la oscuridad) sabemos dónde brota, donde «mana». Conviene recordar que el Cántico Espiritual comienza con una reflexión sobre el Dios escondido: «El lugar adonde está escondido el Hijo de Dios es, como dice San Juan, en el seno del Padre, que es la esencia divina, la cual es ajena de todo ojo mortal y escondida de todo humano entendimiento; que por eso Isaías, hablando con Dios, dijo: “Verdaderamente tú eres Dios escondido”. De donde es de notar que por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias de Dios que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver con él; porque todavía a la verdad le está al alma escondido, y por eso siempre le conviene al alma, sobre todas esas grandezas, tenerle por escondido y buscarle escondido» (C 1,3).
Así pues, la fuente escondida (como la noche) hace referencia al misterio de Dios, que se encuentra siempre por encima de nuestras capacidades. Y, sin embargo, san Juan sabe dónde encontrar a Dios, dónde está su escondite: «El Verbo, Hijo de Dios, juntamente con el Padre y con el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma» (C 1,6). Como decía san Agustín, Dios es más íntimo a mi persona que yo mismo (cf. Confesiones III,6,11).
De hecho, a pesar de la oscuridad, el alma sabe dónde está la fuente porque no se encuentra fuera, sino dentro de sí misma. Lo explica con detenimiento en el Cántico Espiritual. Allí dedica las diez primeras estrofas a hablar de la esposa enamorada que pregunta por su esposo, que lo busca en diversos lugares, pero no lo encuentra. Finalmente, en la canción undécima se decide a buscarlo dentro de sí y se produce el primer encuentro, el desposorio espiritual. Esta búsqueda interior está simbolizada en la esposa que se mira en una fuente como en un espejo. Allí no se ve reflejada a sí misma, sino a su Amado, cuya imagen lleva grabada en su interior: «¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados» (C 11).
A partir de aquí explica que esta fuente maravillosa (que es Dios) no vive encerrada en sí misma ni para sí misma, sino que se desborda, comunicando su vida y su ser a las criaturas. Las siguientes estrofas cantan su obra: todo nace de ella (estrofa 2), mantiene todo en la existencia (estrofa 3), nadie puede alejarse de su influencia bienhechora (estrofa 4), es el origen de toda luz verdadera, de lo bueno, de lo hermoso y de lo verdadero (estrofa 5), todo vive en ella y por ella (estrofa 6).
Dios no tiene «origen», no tiene principio, no ha sido creado, ya que es eterno. Por el contrario, es el principio, el origen, el único Creador de todo lo que ha existido, existe y existirá en el tiempo. En los Romances, compuestos también en la cárcel, dice: «Él era el mismo principio, / por eso de él carecía» (R 9-10). Más adelante presenta la creación del universo como un regalo de amor del Padre a su Hijo.
Nada hay que pueda igualar la hermosura de Dios («belleza» o «hermosura» es el atributo de Dios que san Juan usa más a menudo). Toda belleza natural es mera participación a la belleza eterna de Dios: «Comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y a todos los cielos» (C 6,1). Ya ha dicho antes que Él es el origen de todo. Ahora añade que es el que mantiene todo en la existencia: todo «bebe» de Él –cielos y tierra–. Si por un momento nos dejara de su mano, dejaríamos de existir.
«No tiene suelo» quiere decir que no se apoya en nada fuera de sí mismo, que no necesita de nadie para existir, y que no tiene fondo, que no tiene límites. «Nadie puede vadearlo» quiere decir que nadie puede ir a un lugar adonde Él no esté, porque no tiene límites y su gloria llena el universo. Nada ni nadie puede esconderse de Él. Como dice san Pablo: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El profeta Ezequiel, hablando de las aguas vivas que brotan del costado del templo de Jerusalén y que crecen haciendo que la vida surja a su alrededor, afirmó: «era un torrente que no se podía vadear» (Ez 47,5). Esta es la experiencia de san Juan de la Cruz en la cárcel. Dios es ese torrente de agua que crece hasta llenar la tierra y que nadie puede pasar por encima o ignorar.
Incluso en medio de la oscuridad de la vida, san Juan sabe que la luz verdadera viene de Dios. De Él proviene el conocimiento de la verdad, los movimientos para hacer el bien, todo lo bueno, lo hermoso y lo verdadero («toda luz»).
Nada ni nadie puede vivir fuera de Él: ni los cielos, ni la tierra, ni el infierno. Es algo misterioso, pero nada podría sobrevivir si Él no lo mantuviera en la existencia, ni siquiera los que han elegido vivir de espaldas a su amor. Él respeta nuestra libertad y no nos destruye cuando lo rechazamos. Puede sorprendernos la afirmación de que la corriente caudalosa de la misericordia de Dios riega incluso los infiernos. En principio se debe recordar que estamos ante una cita de la Biblia, que sirve para afirmar que el hombre no puede huir de Dios, que Él está presente en todo el universo: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo [el Sheol hebreo que la vulgata traduce por infernus], allí te encuentro» (Sal 139 [138],8); «Aunque escaven hasta el abismo, de allí los cogerá mi mano; aunque suban hasta el cielo, de allí los bajaré» (Am 9,2). También debemos recordar que el credo afirma que Jesucristo «descendió a los infiernos», al lugar de la muerte y de la desesperación, para anunciar el evangelio a los que habían muerto sin posibilidad de conocerle.
Las siguientes tres estrofas explican que la fuente de la que todo viene, que mantiene todo en la existencia y hacia la que todo camina, es el Dios trinitario. El Padre es la fuente de la que brota el Hijo (estrofa 7) y de la comunión entre el Padre y el Hijo brota el Espíritu Santo (estrofa 8). Los tres comparten la misma vida, el mismo ser, el mismo amor y el mismo gozo (estrofa 9). Para entender estas estrofas, recordemos el texto de los Romances que habla de las relaciones de amor entre las divinas personas: «Como Amado en el Amante, / uno en otro residía, / y ese Amor que los une / en lo mismo convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y valía; / tres personas y un Amado / entre todos tres había» (R 21-28).
El Hijo es la corriente que brota de la fuente que es el Padre. El Hijo es igual de ilimitado –«capaz»– y poderoso –«omnipotente»– que el Padre, de su misma naturaleza, divino con Él.
El Espíritu Santo es la corriente de vida y de amor «que procede del Padre y del Hijo», tal como rezamos en el credo, y que es igual a ellos en dignidad. «Ninguno le precede» en gloria o en poder. El Padre, el Hijo y el Espíritu comparten el mismo ser, la misma vida, el mismo amor. San Juan de la Cruz lo explica en el Cántico Espiritual: «El cual torrente es el Espíritu Santo, porque, como dice san Juan, él es el río resplandeciente de agua viva que nace de la silla de Dios y del Cordero, cuyas aguas, por ser ellas amor íntimo de Dios, íntimamente infunden al alma y le dan a beber este torrente de amor» (C 26,1).
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen la misma «agua», el mismo ser, la misma identidad, el mismo amor. La poseen y la comparten, porque desde toda la eternidad Dios es donación y acogida. Está hablando de lo que los Padre griegos llaman perijóresis (circulación de amor en el seno de la Trinidad, sin mezcla ni confusión de las personas divinas). Con el mismo significado los Padres latinos usaron la categoría circuminsessio. [Algunos predicadores usan estas palabras en sus homilías, aunque no vengan a cuento o no entiendan ellos mismos lo que dicen. La Hna. María Dolores Manchón me sirve de testigo].
Las cuatro últimas estrofas hablan de la comunicación de Dios a los hombres. El que ha creado todo y mantiene todo en la existencia quiere darse al ser humano. Para ello se hace pequeño, se hace presente en un poco de pan. No solo para estar cerca de los hombres, sino para entregarse a ellos como compañero de camino y como alimento. Para entender estas estrofas recordemos el discurso del pan de la vida: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás. […] Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,35-51).
En el «pan vivo» de la Eucaristía está presente Cristo resucitado (su cuerpo, su alma, su humanidad y su divinidad) y, en Él, la Santísima Trinidad. Dios se hace presente en la Eucaristía para darnos su misma vida, para comunicarnos su amor. La primera estrofa comenzaba afirmando: «Aquella eterna fuente está escondida». Esta, sin embargo, dice: «Aquesta eterna fuente está escondida». Ya no habla de «aquella», sino de «esta». En la Eucaristía, el Dios transcendente e incomprensible se hace cercano por amor. En la primera estrofa se hablaba de un Dios escondido porque es incomprensible e inaccesible para el hombre. Aquí se habla de un Dios escondido en el pan porque voluntariamente se hace pequeño para quedarse con nosotros, para ser nuestro alimento.
Todos están invitados a alimentarse del pan de la vida. Con él saciamos nuestra verdadera hambre y sed –el deseo de vida eterna que anida en lo más profundo de nuestros corazones–. Esto se realiza en la oscuridad de la fe, porque mientras vivimos en este mundo no podemos ver a Dios cara a cara, pero ya gustamos de la intimidad con Él, de su mistad, como una pregustación de la vida eterna.
Muchos manuscritos antiguos no recogen esta estrofa, aunque algunos sí. Por eso, los editores dudan a la hora de introducirla en el poema. De hecho, no añade nada nuevo a lo que venimos diciendo. Para entenderla hay que recordar los romances medievales que cantan a la «fonte frida» (que significa «fuente fresca»). Especialmente el que empieza diciendo: «Fonte frida, fonte Frida / fonte frida y con amor, / do todas las avecicas / van tomar consolación, / si no es la tortolica, / que está viuda y con dolor». El alma creyente sabe dónde se encuentra la fuente fresca donde encuentran consuelo las avecillas y donde se entretienen en los juegos del amor: en el pan de la Eucaristía.
Cristo es el verdadero pan de la vida eterna. La Eucaristía sacia nuestro deseo más profundo y es mucho más de lo que podemos pensar: es Cristo mismo y con Él están siempre presentes el Padre y el Espíritu Santo. La fuente que desea mi corazón se encuentra en este pan. Recordemos que san Juan de la Cruz dice que Dios es una «fuente abisal de amor» (C 12,9) y que «con la omnipotencia de su amor abisal absorbe al alma en sí» (C 31,2), «absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abisal de su dulzura» (Ll 1,15).
De hecho, a pesar de la oscuridad, el alma sabe dónde está la fuente porque no se encuentra fuera, sino dentro de sí misma. Lo explica con detenimiento en el Cántico Espiritual. Allí dedica las diez primeras estrofas a hablar de la esposa enamorada que pregunta por su esposo, que lo busca en diversos lugares, pero no lo encuentra. Finalmente, en la canción undécima se decide a buscarlo dentro de sí y se produce el primer encuentro, el desposorio espiritual. Esta búsqueda interior está simbolizada en la esposa que se mira en una fuente como en un espejo. Allí no se ve reflejada a sí misma, sino a su Amado, cuya imagen lleva grabada en su interior: «¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados» (C 11).
A partir de aquí explica que esta fuente maravillosa (que es Dios) no vive encerrada en sí misma ni para sí misma, sino que se desborda, comunicando su vida y su ser a las criaturas. Las siguientes estrofas cantan su obra: todo nace de ella (estrofa 2), mantiene todo en la existencia (estrofa 3), nadie puede alejarse de su influencia bienhechora (estrofa 4), es el origen de toda luz verdadera, de lo bueno, de lo hermoso y de lo verdadero (estrofa 5), todo vive en ella y por ella (estrofa 6).
2. Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen de ella tiene,
aunque es de noche.
Dios no tiene «origen», no tiene principio, no ha sido creado, ya que es eterno. Por el contrario, es el principio, el origen, el único Creador de todo lo que ha existido, existe y existirá en el tiempo. En los Romances, compuestos también en la cárcel, dice: «Él era el mismo principio, / por eso de él carecía» (R 9-10). Más adelante presenta la creación del universo como un regalo de amor del Padre a su Hijo.
3. Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben de ella,
aunque es de noche.
Nada hay que pueda igualar la hermosura de Dios («belleza» o «hermosura» es el atributo de Dios que san Juan usa más a menudo). Toda belleza natural es mera participación a la belleza eterna de Dios: «Comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y a todos los cielos» (C 6,1). Ya ha dicho antes que Él es el origen de todo. Ahora añade que es el que mantiene todo en la existencia: todo «bebe» de Él –cielos y tierra–. Si por un momento nos dejara de su mano, dejaríamos de existir.
4. Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
«No tiene suelo» quiere decir que no se apoya en nada fuera de sí mismo, que no necesita de nadie para existir, y que no tiene fondo, que no tiene límites. «Nadie puede vadearlo» quiere decir que nadie puede ir a un lugar adonde Él no esté, porque no tiene límites y su gloria llena el universo. Nada ni nadie puede esconderse de Él. Como dice san Pablo: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El profeta Ezequiel, hablando de las aguas vivas que brotan del costado del templo de Jerusalén y que crecen haciendo que la vida surja a su alrededor, afirmó: «era un torrente que no se podía vadear» (Ez 47,5). Esta es la experiencia de san Juan de la Cruz en la cárcel. Dios es ese torrente de agua que crece hasta llenar la tierra y que nadie puede pasar por encima o ignorar.
5. Su claridad nunca es oscurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.
Incluso en medio de la oscuridad de la vida, san Juan sabe que la luz verdadera viene de Dios. De Él proviene el conocimiento de la verdad, los movimientos para hacer el bien, todo lo bueno, lo hermoso y lo verdadero («toda luz»).
6. Sé ser tan caudalosos sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan y las gentes,
aunque es de noche.
Nada ni nadie puede vivir fuera de Él: ni los cielos, ni la tierra, ni el infierno. Es algo misterioso, pero nada podría sobrevivir si Él no lo mantuviera en la existencia, ni siquiera los que han elegido vivir de espaldas a su amor. Él respeta nuestra libertad y no nos destruye cuando lo rechazamos. Puede sorprendernos la afirmación de que la corriente caudalosa de la misericordia de Dios riega incluso los infiernos. En principio se debe recordar que estamos ante una cita de la Biblia, que sirve para afirmar que el hombre no puede huir de Dios, que Él está presente en todo el universo: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo [el Sheol hebreo que la vulgata traduce por infernus], allí te encuentro» (Sal 139 [138],8); «Aunque escaven hasta el abismo, de allí los cogerá mi mano; aunque suban hasta el cielo, de allí los bajaré» (Am 9,2). También debemos recordar que el credo afirma que Jesucristo «descendió a los infiernos», al lugar de la muerte y de la desesperación, para anunciar el evangelio a los que habían muerto sin posibilidad de conocerle.
Las siguientes tres estrofas explican que la fuente de la que todo viene, que mantiene todo en la existencia y hacia la que todo camina, es el Dios trinitario. El Padre es la fuente de la que brota el Hijo (estrofa 7) y de la comunión entre el Padre y el Hijo brota el Espíritu Santo (estrofa 8). Los tres comparten la misma vida, el mismo ser, el mismo amor y el mismo gozo (estrofa 9). Para entender estas estrofas, recordemos el texto de los Romances que habla de las relaciones de amor entre las divinas personas: «Como Amado en el Amante, / uno en otro residía, / y ese Amor que los une / en lo mismo convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y valía; / tres personas y un Amado / entre todos tres había» (R 21-28).
7. La corriente que nace de esta fuente
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
aunque es de noche.
El Hijo es la corriente que brota de la fuente que es el Padre. El Hijo es igual de ilimitado –«capaz»– y poderoso –«omnipotente»– que el Padre, de su misma naturaleza, divino con Él.
8. La corriente que de estos dos procede
sé que ninguno de ellos le precede,
aunque es de noche.
El Espíritu Santo es la corriente de vida y de amor «que procede del Padre y del Hijo», tal como rezamos en el credo, y que es igual a ellos en dignidad. «Ninguno le precede» en gloria o en poder. El Padre, el Hijo y el Espíritu comparten el mismo ser, la misma vida, el mismo amor. San Juan de la Cruz lo explica en el Cántico Espiritual: «El cual torrente es el Espíritu Santo, porque, como dice san Juan, él es el río resplandeciente de agua viva que nace de la silla de Dios y del Cordero, cuyas aguas, por ser ellas amor íntimo de Dios, íntimamente infunden al alma y le dan a beber este torrente de amor» (C 26,1).
9. Bien sé que tres en sola una agua viva
residen, y una de otra se deriva,
aunque es de noche.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen la misma «agua», el mismo ser, la misma identidad, el mismo amor. La poseen y la comparten, porque desde toda la eternidad Dios es donación y acogida. Está hablando de lo que los Padre griegos llaman perijóresis (circulación de amor en el seno de la Trinidad, sin mezcla ni confusión de las personas divinas). Con el mismo significado los Padres latinos usaron la categoría circuminsessio. [Algunos predicadores usan estas palabras en sus homilías, aunque no vengan a cuento o no entiendan ellos mismos lo que dicen. La Hna. María Dolores Manchón me sirve de testigo].
Las cuatro últimas estrofas hablan de la comunicación de Dios a los hombres. El que ha creado todo y mantiene todo en la existencia quiere darse al ser humano. Para ello se hace pequeño, se hace presente en un poco de pan. No solo para estar cerca de los hombres, sino para entregarse a ellos como compañero de camino y como alimento. Para entender estas estrofas recordemos el discurso del pan de la vida: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás. […] Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,35-51).
10. Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
En el «pan vivo» de la Eucaristía está presente Cristo resucitado (su cuerpo, su alma, su humanidad y su divinidad) y, en Él, la Santísima Trinidad. Dios se hace presente en la Eucaristía para darnos su misma vida, para comunicarnos su amor. La primera estrofa comenzaba afirmando: «Aquella eterna fuente está escondida». Esta, sin embargo, dice: «Aquesta eterna fuente está escondida». Ya no habla de «aquella», sino de «esta». En la Eucaristía, el Dios transcendente e incomprensible se hace cercano por amor. En la primera estrofa se hablaba de un Dios escondido porque es incomprensible e inaccesible para el hombre. Aquí se habla de un Dios escondido en el pan porque voluntariamente se hace pequeño para quedarse con nosotros, para ser nuestro alimento.
11. Aquí se está llamando a las criaturas,
y de este agua se hartan, aunque a oscuras
porque es de noche.
Todos están invitados a alimentarse del pan de la vida. Con él saciamos nuestra verdadera hambre y sed –el deseo de vida eterna que anida en lo más profundo de nuestros corazones–. Esto se realiza en la oscuridad de la fe, porque mientras vivimos en este mundo no podemos ver a Dios cara a cara, pero ya gustamos de la intimidad con Él, de su mistad, como una pregustación de la vida eterna.
12. En esta noche oscura de la vida,
qué bien se yo por fe la fonte frida,
aunque es de noche.
Muchos manuscritos antiguos no recogen esta estrofa, aunque algunos sí. Por eso, los editores dudan a la hora de introducirla en el poema. De hecho, no añade nada nuevo a lo que venimos diciendo. Para entenderla hay que recordar los romances medievales que cantan a la «fonte frida» (que significa «fuente fresca»). Especialmente el que empieza diciendo: «Fonte frida, fonte Frida / fonte frida y con amor, / do todas las avecicas / van tomar consolación, / si no es la tortolica, / que está viuda y con dolor». El alma creyente sabe dónde se encuentra la fuente fresca donde encuentran consuelo las avecillas y donde se entretienen en los juegos del amor: en el pan de la Eucaristía.
13. Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
Cristo es el verdadero pan de la vida eterna. La Eucaristía sacia nuestro deseo más profundo y es mucho más de lo que podemos pensar: es Cristo mismo y con Él están siempre presentes el Padre y el Espíritu Santo. La fuente que desea mi corazón se encuentra en este pan. Recordemos que san Juan de la Cruz dice que Dios es una «fuente abisal de amor» (C 12,9) y que «con la omnipotencia de su amor abisal absorbe al alma en sí» (C 31,2), «absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abisal de su dulzura» (Ll 1,15).
A esta «fuente abisal» corresponde un «deseo abisal» del hombre: «Ella está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios» (C 17,1). Un deseo que no se puede saciar con nada de este mundo, solo con Dios mismo, porque las potencias del alma «son profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito» (Ll 3,18); «Es, pues, profunda la capacidad de estas cavernas, porque lo que en ellas puede caber, que es Dios, es profundo e infinito; y así será en cierta manera su capacidad infinita» (Ll 3,22).
No debemos confundir este «deseo abisal» que se esconde en lo más profundo de nuestro ser y que nunca podemos acallarlo totalmente, aunque intentemos ignorarlo, con los otros «deseos» humanos, a los que san Juan de la Cruz llama «apetitos». De hecho, en una de sus sentencias dice: «Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón» (D 15).
No debemos confundir este «deseo abisal» que se esconde en lo más profundo de nuestro ser y que nunca podemos acallarlo totalmente, aunque intentemos ignorarlo, con los otros «deseos» humanos, a los que san Juan de la Cruz llama «apetitos». De hecho, en una de sus sentencias dice: «Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón» (D 15).
El deseo esencial del hombre es la vida con plenitud de sentido, la vida eterna, beber del agua de «la fonte que mana y corre» y la respuesta a ese deseo se halla a nuestra disposición en el pan de la Eucaristía. ¡Oh maravillosa manifestación del amor de Dios por sus criaturas! ¡Oh incomparable prodigio de ternura y de piedad! ¡Bendito seas por siempre, Señor, bendito seas! Amén.
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