Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 6 de febrero de 2017

El domingo en la historia


En los primeros días de la Iglesia, el sentido del domingo era la participación en la eucaristía, el encuentro con Cristo y con los otros creyentes en la asamblea litúrgica. El descanso de los trabajos se limitaba a los momentos del culto.

El año 321, el emperador Constantino lo convirtió en día obligatorio de reposo para los jueces, funcionarios y habitantes de las ciudades. Este precepto no se aplicó inmediatamente en todo el Imperio, ni encontramos referencias a él en los escritos de los Santos Padres, que lo consideraron una mera norma civil, sin valor teológico. 

En la Regla de san Benito (siglo VI) aún podemos leer: «El domingo todos deben aplicarse a la lectura, excepto quienes hayan sido designados a las distintas ocupaciones comunitarias. Pero si hubiera alguno tan perezoso que no quisiera leer, dadle algún trabajo que realizar para que no permanezca ocioso». 

Al generalizarse la celebración eucarística todos los días de la semana, se perdió la relación entre domingo y eucaristía. Su observancia se identificó con el descanso semanal que, con el tiempo, se generalizó en los países cristianos, llegándose a regular con una casuística más estricta que la del sábado judío porque se afirmaba que, al ser mayor su santidad, también debería ser mayor la observancia. La participación en la misa se consideró una obligación moral hacia Dios, con referencia al tercer mandamiento. 

En la Edad Media, «a nivel teológico se resalta cada vez más que el domingo es el día de la Santísima Trinidad, bajo el influjo de la teología de Alcuino», por lo que la referencia a la Pascua se oscureció. Por lo demás, la reflexión sobre el domingo fue desapareciendo de la literatura cristiana. 

Hay algunas excepciones, como santa Teresa de Lisieux, que vivió con sorprendente intensidad el domingo cristiano, profundizando en sus varias dimensiones (la oración y el culto, la formación religiosa, el descanso, la vida familiar, etc.): 

«Si bien las grandes fiestas eran raras, cada semana traía una muy entrañable para mí: el domingo. ¡Qué día el domingo...! Era la fiesta de Dios, la fiesta del descanso [...]. Toda la familia iba a misa […]. Escuchaba con mucha atención los sermones, aunque no entendía casi nada […]. Miraba más a papá que al predicador. ¡Me decía tantas cosas su hermoso rostro...! A veces sus ojos se llenaban de lágrimas que trataba en vano de contener. Tanto le gustaba a su alma abismarse en las verdades eternas, que parecía no pertenecer ya a esta tierra [...] Recuerdo que mi felicidad era total hasta Completas. Durante esta Hora del Oficio, me ponía a pensar que el día de descanso se iba a terminar, que al día siguiente había que volver a empezar la vida normal, a trabajar, a estudiar las lecciones, y mi corazón sentía el peso del destierro de la tierra y suspiraba por el descanso eterno del cielo, por el domingo sin ocaso de la patria».

Como consecuencia de la sensibilización obrada por el movimiento litúrgico, el concilio Vaticano II realizó una importante reflexión sobre los contenidos del domingo cristiano, subrayando su íntima relación con la Pascua y la eucaristía: 

«La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los “hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1Pe 1,3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo» (SC 106).

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