Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 18 de septiembre de 2024

La Regla de san Alberto


A finales del siglo XII, algunos cruzados latinos decidieron vivir como ermitaños y se establecieron en el wadi Ain es Siah, en las laderas del Monte Carmelo, en Tierra Santa. 

En cierto momento, pidieron una «Norma de vida» (Formula vitae) al Patriarca de Jerusalén, Alberto de Abogadro, que residía en San Juan de Acre, ya que Jerusalén estaba en manos de los musulmanes desde 1187. 

Con propiedad no se trata de una «Regla» que regulara la vida de los monasterios de una Orden religiosa (ya existían varias, principalmente las de san Agustín, san Basilio y san Benito), sino algo más sencillo y adaptado para un grupo de ermitaños, laicos en su mayoría, que vivían consagrados a la oración, a la penitencia y al servicio de los peregrinos, y que solicitan un reconocimiento jurídico en el seno de la Iglesia católica. 

Para ser exactos, recibieron un typicon, que es como se conocía a este tipo de normativa para un grupo de creyentes que se reunía en un lugar determinado para llevar una vida de oración y penitencia.

Hacia 1207 san Alberto les entregó un tratadillo de vida espiritual, a modo de carta, en el que recogía el ideal de vida que querían seguir los ermitaños carmelitas y los medios para lograrlo. 

De esta manera, los ermitaños del wadi se convirtieron en grupo religioso reconocido en la Iglesia, con todo lo que esto significaba en esa época (obligación de rezar el Oficio divino y de hacer voto de obediencia al prior, exenciones de impuestos respecto a la ciudad, posibilidad de recoger limosnas y de abrir un cementerio y una capilla públicos, inviolabilidad del espacio que habitaban, etc.). 

De estos «ermitaños» convertidos en «cenobitas» habla Jaime de Vitry, que fue obispo de Acre entre 1210 y 1228. En su Historia Orientalis afirma que muchos peregrinos devotos, en lugar de regresar a su patria después de visitar el Santo Sepulcro, preferían quedarse en Palestina para consagrarse al Señor en el Monte Carmelo, en las cercanías de la fuente de Elías. Allí, siguiendo el ejemplo del santo y solitario profeta, «viven en pequeñas celdas y, cual abejas del Señor, se dedican a elaborar en sus colmenas una miel espiritual de exquisita dulzura».

El IV Concilio de Letrán, celebrado en Roma en 1215, prohibió la creación de nuevas Órdenes religiosas y obligó a los grupos ya establecidos a que adoptaran una de las Reglas reconocidas por la Iglesia. Los dominicos, por ejemplo, adoptaron la de san Agustín. Algunos prelados presionaron a los carmelitas para que hicieran lo mismo, pero ellos ya tenían un documento que les servía de Regla. 


San Alberto de Jerusalén ya había fallecido, por lo que los carmelitas buscaron apoyo en su sucesor. Este no supo cómo responder y les recomendó que acudieran directamente a la Santa Sede. 

Debido a la reputación de san Alberto, el papa Honorio III reconoció la validez de su «Norma de vida». Esta, con unas primeras adaptaciones, se convirtió en «Regla» al ser aprobada canónicamente por el Papa el 30 de enero de 1226, en la bula Ut vivendi norman. (La foto de arriba corresponde a ese documento). 

Es la Regla de vida que sigue cimentando la espiritualidad de todo el Carmelo: frailes, monjas, congregaciones religiosas de vida activa y laicos afiliados a la Orden.

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