Al padre Luis Aróstegui (que fue general de la Orden) le
gusta contar esta simpática anécdota de sus años mozos.
Resulta que un jueves de verano los
novicios salieron de paseo al campo. Uno de ellos, llamado Miguel, estaba más
hablador que de costumbre y no paraba de decir frases piadosas, vinieran o no
vinieran a cuento.
Veían unas ovejas pastando y recitaba el salmo “El Señor es
mi pastor, nada me falta”. Un poco más allá, un labrador le movía a recordar la
parábola de la semilla que tiene que dar fruto en nuestras vidas. Unas
florecillas junto al camino le sirvieron para hablar de los lirios del campo
que no hilan, pero ni Salomón con todo su esplendor se vistió como uno de
ellos.
Después de un par de horas y de muchas intervenciones más, sus
compañeros le pidieron que se callara y les dejara tranquilos por un rato.
En el noviciado de Larrea el comedor estaba en la planta
baja y tenía una puerta que daba a la huerta. Hacía calor y la dejaron abierta
durante la cena. Como era costumbre, un lector proclamaba unos textos desde el
púlpito mientras los demás cenaban en silencio. En esto entró en el comedor el
burro que usaban para el servicio doméstico, con el natural alboroto de todos
los presentes, especialmente de los novicios, que eran todos jóvenes.
Una vez
que consiguieron sacar al burro del refectorio, el prior dio permiso para que
se siguiera hablando, ya que era imposible volver a recogerse. El único que
seguía en silencio era el hermano Miguel, por lo que alguno le dijo: “No has
parado de hablar en toda la tarde y ahora estás en silencio; ¡di algo!”. A lo
que él respondió: “Yo solo puedo repetir lo que ya dijo san Juan: Vino a los
suyos y los suyos no lo recibieron”.
Todos rieron con ganas por la ocurrencia. En fin, que ese
día el hermano Miguel estaba inspirado. Que tengáis una buena jornada. ¡Sed
felices!
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