Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 9 de agosto de 2018

El camino hacia la fe de santa Edith Stein


Desde que entró en la universidad, Edith se encontró con compañeros cristianos y leyó obras de pensadores religiosos, aunque se acercó a la religión como un «fenómeno» más de los que se daban en su entorno. Ella buscaba la verdad con todas las fuerzas de su razón y no podía aceptar unos presupuestos no racionales, aunque algunos acontecimientos le suscitaron interrogantes.

En 1915, durante su trabajo como enfermera, le impresionó profundamente la oración que una esposa había colocado en el bolsillo de su joven marido y que ella encontró al morir aquél. 

En 1916, mientras visitaba la catedral de Frankfurt, entró una vendedora de verduras, depositó su cesta en el suelo y se arrodilló, permaneciendo en oración silenciosa. Nunca olvidó esa escena. En las sinagogas y en las iglesias protestantes se rezaba durante el culto, pero nunca había visto antes una persona que acudiera al templo vacío y permaneciera recogida en silencio «como si de una conversación confidencial se tratara». 

Poco después tuvo otra experiencia orientadora: su amigo Adolf Reinach había muerto en la guerra y se dirigieron a ella para que ordenara su herencia científica. Se sintió feliz del encargo, pero temía encontrase con su viuda, porque no sabía qué decirle. Sin embargo, en lugar de una mujer desesperada, se encontró con una persona llena de paz y de esperanza. La joven viuda dejó muy pensativa a Edith cuando le explicó que sacaba fuerzas de la fe en Cristo crucificado, que resucitó de entre los muertos. «En ese momento, mi incredulidad se hundía, y yo vislumbré por vez primera la fuerza de la Cruz», escribió más tarde. 

En 1920 sufría por no encontrar el sentido último de la vida. Preguntó a un conocido y culto judío por su imagen de Dios. Recibió una respuesta breve: «Dios es espíritu. Más no se puede decir». La filósofa apasionada se sintió decepcionada: «Me sentía como si me hubieran dado una piedra en lugar de pan para comer». Tampoco le convencieron las ideas del filósofo cristiano danés Kierkegaard, cuyas obras leyó en el idioma original.

Pero el acontecimiento decisivo para su conversión tuvo lugar durante el verano de 1921. Edith pasó un tiempo en la casa de un matrimonio de amigos filósofos (Theodor y Hedwig Conrad-Martius). Una tarde, mientras estaba sola, buscó un libro para entretenerse y sacó de una estantería la autobiografía de santa Teresa de Jesús: el Libro de la Vida. La leyó con verdadero entusiasmo durante toda la noche y exclamó al final: «Aquí está la verdad». Hasta entonces había pensado que la verdad era un problema intelectual, ahora había descubierto que era una cuestión relacional. Se había encontrado con el Dios vivo y personal, bueno y misericordioso que nos busca y nos invita a su amistad.

Se compró un catecismo católico, un misalito y algunos libros más. Cuando se los aprendió, se presentó a un sacerdote y le comunicó que quería ser bautizada. Podemos imaginar la sorpresa del pobre cura. Edith era una mujer famosa: filósofa, escritora, conferenciante... y todo el mundo conocía su ascendencia judía. Le comunicó que antes del bautismo había que prepararse en el estudio de los contenidos de la fe, a lo que recibió una respuesta aún más sorprendente: «pregúnteme». El sacerdote no salía de su asombro ante las respuestas de Edith, ya que parecía saber más teología que él mismo.  

El uno de enero de 1922, a los treinta años de edad, fue bautizada con el nombre de Teresa. Esa misma mañana recibió la primera Comunión. El dos de febrero fue confirmada por el obispo de Espira (Speyer) en su capilla privada.

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