El 17 de septiembre, los carmelitas celebramos la fiesta de san Alberto de Jerusalén, que escribió nuestra Regla de vida en el siglo XIII.
Les recuerdo que la carmelitana es la más breve entre las Reglas religiosas de la Iglesia. Consiste, casi exclusivamente, en una sabia concatenación de citas de la Biblia. Se centra más en la justificación espiritual de la vocación carmelitana y en los medios necesarios para desarrollarla, que en las normas legales que deben regular las relaciones de un grupo concreto.
En ella recoge el «propositum» (palabra que puede ser traducida tanto por la ‘motivación’ como por la ‘finalidad’), que consiste en «vivir en obsequio de Jesucristo y servirle fielmente con corazón puro y buena conciencia» (n. 2). San Alberto especifica que ese debería ser la motivación y finalidad de la vida de todos los consagrados y de todos los cristianos.
Los primeros carmelitas viajaron hasta la tierra de Jesucristo y se quedaron allí para servirle «con corazón puro y buena conciencia».
Para que los carmelitas puedan vivir su vocación específica con fidelidad, la Regla da algunas normas prácticas: la obediencia al prior, tener celdas individuales, comer juntos, rezar las horas canónicas, celebrar la eucaristía, reunirse periódicamente para revisar la vida (nn. 4-17). Después añade algunas consideraciones doctrinales: revestirse de las virtudes cristianas, trabajar para ganarse el alimento, conservar el silencio, servir con humildad (nn. 18-23). En total, consta de 24 números de un solo párrafo de pocas líneas, algunos de una o dos.
Los dos primeros números son como un prólogo o introducción, los siguientes son el cuerpo doctrinal y legislativo y el último es el epílogo o recomendación final.
La Regla de san Alberto invita a los carmelitas a vivir con alegría sus votos de obediencia, castidad y pobreza (n. 4), a la práctica de la oración personal (n. 10) y comunitaria (nn. 11 y 14), a la lectura de la Sagrada Escritura (nn. 7, 10 y 19), al cultivo de la soledad y del silencio interior y exterior (n. 21), a la laboriosidad (n. 20), al servicio humilde (nn. 22 y 23) y a la austeridad de vida (nn. 16 y 17), aunque sin rigidez, ya que los preceptos pueden ser dispensados por «la enfermedad, la debilidad corporal u otro justo motivo…, pues la necesidad no tiene ley» (n. 16).
El número 10 es el corazón de toda la normativa: «Permanezca cada uno en su celda o junto a ella, meditando día y noche la ley del Señor y velando en oración, a no ser que deba dedicarse a otros justos quehaceres».
En la tradición judeo-cristiana, se llama «Ley» o «Ley de Moisés» a los cinco primeros libros de la Biblia, que no solo recogen normas de vida, sino también los relatos de la creación, las historias de los patriarcas, la alianza del Sinaí, el camino de Israel por el desierto hacia la tierra prometida, etc.
Igualmente, tradicionalmente se ha llamado «Ley del Señor» o «Ley evangélica» a los escritos del Nuevo Testamento en general, especialmente a los cuatro evangelios. Por lo tanto, la invitación a meditar la ley del Señor no es una petición para que estudiemos un código de derecho, sino la Palabra de Dios, a la que se da gran importancia en toda la Regla:
«Fortaleced vuestros pechos con pensamientos santos…, de manera que améis al Señor vuestro Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas… La Palabra de Dios habite en toda su riqueza en vuestra boca y en vuestros corazones. Y lo que debáis hacer, hacedlo conforme a la Palabra del Señor» (n. 19).
Siguiendo el ejemplo del profeta Elías, los y las carmelitas deben esforzarse por vivir siempre en presencia de Dios, dejando que él llene sus mentes y sus corazones, relacionándose amorosamente con él en la oración, dejándose instruir por su Palabra.
El epílogo de la Regla es una invitación a la generosidad personal, para no contentarse solo con cumplir lo establecido, pero con una nueva invitación a la moderación: «Si alguno está dispuesto a dar más, el Señor mismo, cuando vuelva, se lo recompensará. Hágase uso, sin embargo, del discernimiento, que es el que modera las virtudes» (n. 24).
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