La Semana Santa de Jesús
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
6- Las tentaciones en el desierto
Después del bautismo, Jesús, «empujado por el Espíritu» (Mt 4,1), se retiró al desierto durante cuarenta días para ser tentado. El diablo le propuso un mesianismo fácil, sin sufrimientos ni cruz, distinto al que el Padre le confió en el momento del bautismo, pero él no cedió. Las tentaciones nos vuelven a situar ante el misterio de Jesús: su identidad y su misión. Detengámonos en cada uno de los elementos de este drama para comprender mejor todas sus implicaciones.
El lugar
Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. David cuidaba sus rebaños en el desierto y allí se refugió cuando lo perseguía Saúl. Durante el Exilio, los profetas anuncian «una calzada en el desierto» (cf. Is 40,3) para que se repitan los prodigios del Éxodo…
Además de las referencias bíblicas, no podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral. Hoy se usa la imagen del desierto para hablar de la pobreza, del hambre, del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. A todas esas realidades ha descendido Jesús; allí se hace presente.
El tiempo
Recordemos que, en la antigüedad, morían muchos niños y los adultos vivían unos 40 años. Los que superaban esa edad eran una minoría. Por eso, 40 años era el símbolo de una generación, de una vida, de un tiempo suficientemente largo para realizar algo importante.
Moisés, por ejemplo, murió a los 120 años (Dt 34,7). San Esteban divide su vida en tres etapas de 40 cada una: el tiempo que pasó en Egipto, adorando a los dioses falsos, el tiempo que pasó en el desierto, purificándose, y el tiempo que vivió al servicio de Dios y de su pueblo (Hch 7,20-40). Es como si hubiera vivido tres «vidas». Isaac se casó a los 40 años (Gén 25,20) y también Esaú (Gén 26,34). Israel caminó por el desierto durante 40 años, guiado por Moisés (Dt 29,4). Saúl reinó 40 años (Hch 13,21), lo mismo que David (1Re 2,11) y Salomón (1Re 11,42). Y Job, después de sus desgracias, vivió 40 años de bendición (Job 42,16).
Igual que 40 años significan una vida, 40 días significan un tiempo suficientemente largo para que se realice algo importante. Así, el diluvio duró «40 días y 40 noches» (Gén 7,12) y Noé debió esperar 40 días más hasta que el arca encalló en la cima del monte (Gén 8,6). Moisés pasó 40 días en oración antes de recibir las tablas de la Ley (Éx 24,18). 40 días tardaron sus enviados en explorar la Tierra Prometida (Núm 13,25). Elías anduvo 40 días antes de encontrarse con Dios (1Re 19,8). Jonás anunció la destrucción de Nínive a los 40 días (Jon 3,4).
Al igual que en el Antiguo Testamento, en el Nuevo encontramos varias referencias al número 40: Jesús fue presentado en el templo a los 40 días de su nacimiento (Lc 2,22), como mandaba la Ley (Lev 12). Después del bautismo, pasó 40 días en ayuno y oración (Mt 4,2) y, después de la resurrección, se apareció también durante 40 días (Hch 1,3). Así pues, en el contexto bíblico, los 40 días de Jesús en el desierto significan el tiempo necesario para prepararse a su misión.
Las tentaciones
Cristo sufrió las tentaciones para que se cumpliera lo que dice la Carta a los hebreos: «Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Por eso puede comprendernos y tener compasión de nosotros.
En último término, las tentaciones de Jesús coinciden con las de cada hombre, desde el principio: usar a Dios en provecho propio, ponerle a prueba, no fiarse de él, usar del poder de este mundo para imponer los propios criterios, decidir por sí mismo, independientemente de lo que Dios disponga…
Adán en el paraíso sucumbió, desobedeciendo a Dios. Lo mismo le sucedió a Israel en el desierto. Cristo venció fiándose del Padre, sometiéndose a él. Y su victoria es ya nuestra victoria. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17).
Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abrió el camino del desierto al Paraíso. Lo subraya san Marcos, cuando dice que, después de vencer las tentaciones, Jesús «estaba entre fieras salvajes, y los ángeles le servían» (Mc 1,13).
Así se cumple lo que anunció el profeta para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito» (Is 11,6). Con la victoria sobre el pecado, se restablece la armonía del Paraíso, en la que todos estamos invitados a participar.
Al respecto, san Agustín afirma que todos estamos llamados a compartir la victoria de nuestra cabeza: «En Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación […]; de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo».
Notemos que el demonio propone sus tentaciones con citas de la Escritura sacadas de su contexto. También en nuestros días se puede usar la Biblia para hacerla decir lo contrario de lo que dice. De ahí la importancia de una correcta interpretación.
La obediencia del siervo
Satanás le presenta otros modelos distintos del que ha recibido de Dios, tal como se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio humilde y la obediencia hasta la muerte. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana, el camino del éxito. Le sugiere que un mesías triunfante encontraría acogida en la gente, que fácilmente se dejaría guiar por él. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentará en otros momentos de su vida (Lc 4,13), principalmente en la cruz (Mt 27,40-43).
Pero Jesús la supera no usando a Dios para su provecho, sino sometiéndose a los planes de Dios. Se abandona confiadamente en las manos del Padre; a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8).
«No solo de pan…»
Por eso se abandonó en las manos del Padre, aceptando ser su siervo y afirmó que no ha venido a hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que lo ha enviado. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).
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