La Revolución francesa supuso el inicio del fin del régimen de cristiandad que durante siglos se había desarrollado en Europa y provocó cambios radicales en todas las estructuras sociales, políticas y religiosas. Aunque primero el congreso de Viena (1815) y después Napoleón II (1852-1870) intentaron dar por superada la revolución con un proyecto restauracionista, en 1871 se instauró la tercera república francesa, en la que progresivamente se acentuaron las ideas revolucionarias. La Iglesia católica se identificó con los grupos contrarrevolucionarios, por lo que sufrió una persecución constante y sistemática. La vida de Isabel Catez transcurrió entera en ese contexto.
La situación religiosa en Francia empeoraba cada año. Desde 1880 se expulsó a los sacerdotes y a las religiosas de las «juntas de caridad», por lo que ya no podían ser capellanes ni trabajar como enfermeras en los hospitales y demás estructuras sanitarias públicas. Desde 1882 se estableció que las escuelas públicas debían tener un carácter laico, por lo que se prohibió que sacerdotes y religiosos enseñaran en ellas.
Las leyes «anticongregacionales» llegaron a su culmen con la ruptura del concordato con la Santa Sede: se cerraron las instituciones caritativas y escuelas de la Iglesia que aún quedaban abiertas (unas quince mil), se obligó a más de veinte mil religiosos y cincuenta mil religiosas a abandonar sus conventos, se confiscaron los bienes de la Iglesia (incluso los templos, aunque se permitió que algunos siguieran siendo usados para el culto bajo la supervisión de comisiones de seglares), se prohibió a los militares y a los funcionarios participar en asociaciones católicas, se promulgaron numerosas leyes para terminar con el espíritu cristiano de la sociedad, que afectaban al estudio de la religión católica, al servicio militar de los seminaristas y sacerdotes, al descanso dominical, a la situación jurídica del matrimonio canónico, al divorcio, a los cementerios, etc.
Varios Carmelos franceses partieron al destierro y se establecieron en otros países. La comunidad de Dijon, a la que pertenecía Isabel, en 1903 envió a Bélgica sus muebles e incluso las imágenes de la iglesia, aunque finalmente las monjas no tuvieron que irse, pero sí que se vieron obligadas a cerrar su capilla al público desde ese año hasta la muerte de sor Isabel, realizando el culto a puertas cerradas y sin imágenes de santos en los altares. Religiosos y sacerdotes fueron despojados de sus derechos fundamentales como ciudadanos.
Para colmo, el obispo de su diócesis estaba de acuerdo con las medidas del gobierno, enfrentado con el resto del episcopado francés, que lo acusaba de ser masón. La diócesis se encontraba en una situación dramática: el clero no reconocía su autoridad, los cristianos no permitían que el obispo confirmara a sus hijos, los seminaristas hicieron huelga en contra suya y no aceptaban ser ordenados por él (entre ellos había un cuñado de su hermana, gran amigo de Isabel y destinatario de varias de sus cartas), la Santa Sede le pedía que presentara la renuncia, que él terminó aceptando en 1904 y quedó la sede vacante durante casi dos años.
La situación de la Iglesia universal no parecía ir mejor, ya que el mismo papa se consideraba prisionero en el Vaticano y en Italia también se habían promulgado muchas leyes contra la Iglesia. En casi toda Europa, la prensa liberal presentaba el catolicismo como un reducto del pasado, enemigo de los avances científicos y sociales, incompatible con la vida moderna, y anunciaba su rápida desaparición.
Como se puede comprender, para una joven deseosa de entregarse al Señor no era fácil perseverar en esas circunstancias. De hecho, varias postulantes que entraron en esos años abandonaron pronto la clausura. Sin embargo, ninguna de las religiosas profesas perdió su fervor ni traicionó su vocación. Al contrario, se reafirmaron en el valor de su unión personal con Cristo como el mejor medio para salvar a su país y a la Iglesia. Incluso soñaban con el martirio para poder ofrecer a Cristo un testimonio definitivo de su amor por él. Las persecuciones se convirtieron en un estímulo para crecer en la fidelidad y en la autenticidad.
Sor Isabel comparte plenamente los ideales de sus hermanas de comunidad. En sus cartas encontramos algunos ecos de esta situación, aunque no pierde tiempo en reflexiones amargas, ni permite que los acontecimientos le roben la paz. Son solo pinceladas en medio de textos que hablan ampliamente del amor que la desborda:
«¡Cómo me gusta vivir estos tiempos de persecución! ¡Qué santos deberíamos ser! Pida para mí esa santidad de la que estoy tan sedienta. Sí, quisiera amar como los santos, como los mártires» (Cta 91).
Isabel elimina los temores de su familia, que estaba preocupada, como es natural:
«Tranquiliza a mamá. Hay, sí, varios Carmelos que se marchan, pero nosotras nos quedamos. Nuestra reverenda madre está tramitando la autorización […]. ¡Qué bueno es amarle! Este es nuestro oficio en el Carmelo, ¡ya ves qué hermoso!» (Cta 93).
La joven religiosa tiene una certeza: es carmelita para siempre, pertenece por completo a Cristo. Y esto lo podrá vivir incluso si es expulsada de las estructuras conventuales en las que ha vivido hasta el presente:
«El futuro es muy sombrío. ¿No sientes necesidad de amar mucho para reparar, para consolar al Maestro adorado? Hagamos para él un lugar solitario en lo más íntimo de nuestras almas, y estémonos allí con él, sin abandonarlo nunca […]. Esta celda interior nadie podrá quitárnosla nunca; por eso, ¿qué me importan las pruebas por las que tengamos que pasar? A mi único tesoro lo llevo dentro de mí. Todo lo demás no es nada» (Cta 160).
Conoce los posibles peligros a los que se expone, no es una inconsciente, pero vive en paz, segura de que nada ni nadie puede destruir su vocación. Tuvo que esperar mucho tiempo antes de poder entrar en el Carmelo y aprendió a vivir unida a Cristo fuera de la clausura. Si ahora tiene que abandonarla, no por eso perderá la paz ni dejará de ser carmelita:
«Dadle gracias por haber llamado al Carmelo a vuestra Isabelita para sufrir persecución. No sé lo que nos espera, y esa perspectiva de tener que sufrir por ser suya infunde en mi alma una gran felicidad. Amo mucho mi querida clausura, y a veces me he preguntado si no amaré demasiado esta querida celdita donde se está tan a gusto “a solas con él solo”. Si un día él me pide renunciar a ella, estoy dispuesta a seguirle a cualquier parte y mi alma dirá con san Pablo: “¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo?”. Dentro de mí hay una soledad en la que él mora, ¡y esa nadie me la puede arrebatar!» (Cta 162).
Isabel está convencida de que su vida no le pertenece, es totalmente de Cristo y no permite que nada, por muy grave que sea, la aparte de la razón de su existencia:
«Eso es la vida de una carmelita: ser ante todo una contemplativa, otra María Magdalena a la que nada debe distraer del Único necesario» (Cta 164).
Incluso en medio de la persecución no cesa de dar gracias a Dios, porque su amor vale más que la vida, e invita a los demás a hacer lo mismo:
«Ya veo que también usted sufre persecución, ya que sus padres capuchinos han tenido que salir para el exilio […]. Querida señora, tenemos que darle gracias siempre, pase lo que pase, pues Dios es amor y solo sabe de amor. En el Carmelo reina la calma, la paz de Dios. Somos suyas y él nos guarda […]. ¿Qué podemos temer? Podrán quitarnos nuestra querida clausura, en la que he encontrado tanta felicidad, podrán llevarnos a la cárcel o a la muerte. Le confieso que me sentiría muy feliz si me estuviera reservada esa dicha…» (Cta 168).
Nuestra hermana ya aprendió a buscar solo la voluntad del Señor, más allá de todas las estructuras y mediaciones, cuando su madre no le permitía entrar en el Carmelo. Está segura de que nada la puede apartar de su vocación: ni las leyes laicistas, ni la posible persecución hasta la muerte, tal como había sucedido durante la Revolución francesa a sus hermanas las carmelitas mártires de Compiègne.
Ella vive totalmente en Dios y puede ver con una luz distinta las cosas de la tierra, valorando la poca consistencia que tiene todo lo que es temporal:
«Jesús quiere que donde está él estemos también nosotros, y no solo durante la eternidad, sino ya ahora en el tiempo, que es la eternidad ya comenzada y siempre en progreso. […] La Trinidad: he ahí nuestra morada, nuestro “hogar”, la casa paterna de donde nunca debemos irnos» (El cielo 1 y 2).
Tomo este texto de mi último libro: Santa Isabel de la Trinidad, vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos, 2016, páginas 85-92. Tienen aquí la reseña de la editorial:
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