El próximo 25 de agosto celebraremos en el Carmelo la memoria de santa María de Jesús Crucificado, o.c.d. (llamada de seglar indistintamente Miriam o Mariam Bawardi). Aquí presentamos brevemente su biografía junto a las oraciones de la misa del día. Hoy vamos a conocerla un poco más. En los próximos días veremos fotografías de su convento en Belén y presentaremos algunas poesías suyas.
Miriam Bawardi fue una carmelita descalza palestina, cuya vida es un prodigio de Dios, en total sintonía con las antiguas historias bíblicas, pero absolutamente incomprensible para nuestras categorías occidentales contemporáneas.
Su idioma materno era el árabe y chapurreaba el francés, tratando de tú a todo el mundo: papa, cardenales, obispos, hermanas de comunidad… A pesar de que no tuvo estudios y casi no sabía leer ni escribir, dirigió cartas a diversas personalidades, compuso hermosas poesías, dibujó los planos del Carmelo de Belén y dirigió las obras... Fue admirada por intelectuales de la talla de Francis Jammes, León Bloy, Jacques Maritain, Julien Green y otros.
Su vida está llena de gracias extraordinarias: recibió ayuda de ángeles y ataques del demonio, sufría estigmas en las manos, en los pies y en el costado, tenía el don de profecía, levitaciones, podía ver lo que estaba sucediendo en lugares lejanos… Muchas cosas nos parecerían leyendas medievales si no tuviéramos los testimonios de quienes la veían cantando en éxtasis las alabanzas del Señor en lo alto de un árbol, “sobre una rama que no aguantaría ni el peso de un pajarillo” y que bajaba inmediatamente cuando se lo ordenaba la priora y que para explicar cómo había subido, solo sabía decir que “Jesús me atraía hacia sí”.
Todo lo vivía con gran sencillez y humildad, por lo que escondía sus éxtasis y se dedicaba a los trabajos más humildes (limpieza, huerto, cocina, cuidado de las enfermas…). Decía que los fenómenos sobrenaturales que tenía eran solo sueños y signos, se avergonzaba de ellos y pedía a los demás que no les dieran importancia.
Todo lo vivía con gran sencillez y humildad, por lo que escondía sus éxtasis y se dedicaba a los trabajos más humildes (limpieza, huerto, cocina, cuidado de las enfermas…). Decía que los fenómenos sobrenaturales que tenía eran solo sueños y signos, se avergonzaba de ellos y pedía a los demás que no les dieran importancia.
Afirmaba: “Dios nos libre de semejantes estados extraordinarios, la fe nos basta; en la fe no existe el orgullo. Valoro tanto la gracia de ser pobre e ignorante, porque esta me hace comprender la bondad y la misericordia de Dios, que, siendo grande, quiere ocuparse de mí. Me parece que si me encontrara en un estado extraordinario no quisiera permanecer ni tres meses en la misma ciudad, recorrería todo el mundo con tal de no ser conocida”.
A un obispo que mostraba curiosidad por los fenómenos que ella vivía, le dice: “Monseñor, Jesús me encarga que te diga: no te quedes en lo extraordinario. Si vienen a decirte que la santa Virgen se aparece aquí o allá, o que en aquel lugar hay un alma extraordinaria, no vayas, no vale la pena. El Señor te dice: Arráigate en la fe, en la Iglesia, en el evangelio, pero si vas a consultar esto y lo otro, apoyándote en lo extraordinario, tu fe se debilitará. Yo te digo de parte del Señor: Si te atienes a la fe y al evangelio, Él estará siempre contigo y no te abandonará jamás”.
Y añadía: “La santidad no consiste solo en rezar, ni en tener visiones o revelaciones, ni en la ciencia del bien hablar, ni en llevar cilicios y hacer penitencias. La santidad consiste en crecer en la humildad”.
Sentía compasión de los hombres que sufren, pero también de los animales y de las plantas, de la creación entera. Así la describe una hermana de su monasterio cuando todavía estaba viva: “Nosotros no podemos hacernos idea de cuánto sufre a causa de ciertas impresiones sobrenaturales que la aferran y la inundan tanto a nivel de su cuerpo como de su alma, pero sobre todo a nivel de su alma, sumergiéndola en un mar de amargura. Ella sufre con el dolor de cada nación, de cada individuo, e incluso se deja conmover por el dolor de las bestias que sufren y que sufrirán. En un cierto sentido podríamos decir que ella se compadece de la tierra demasiado árida o demasiado bañada, de los árboles y de las plantas”.
Sí, se compadecía de la tierra y del mar, de las plantas y de los animales, porque contemplaba toda la creación como obra de Dios, que ama a todas sus criaturas y las mantiene en la existencia. Por eso decía: “Siento que todas las criaturas, los árboles y las flores están en Dios y también en mí, pues yo estoy en Dios y Él está en mí, y todo lo que hay en Él está también en mí... Para amar como Él ama, yo querría un corazón más grande que el universo”.
A un obispo que mostraba curiosidad por los fenómenos que ella vivía, le dice: “Monseñor, Jesús me encarga que te diga: no te quedes en lo extraordinario. Si vienen a decirte que la santa Virgen se aparece aquí o allá, o que en aquel lugar hay un alma extraordinaria, no vayas, no vale la pena. El Señor te dice: Arráigate en la fe, en la Iglesia, en el evangelio, pero si vas a consultar esto y lo otro, apoyándote en lo extraordinario, tu fe se debilitará. Yo te digo de parte del Señor: Si te atienes a la fe y al evangelio, Él estará siempre contigo y no te abandonará jamás”.
Y añadía: “La santidad no consiste solo en rezar, ni en tener visiones o revelaciones, ni en la ciencia del bien hablar, ni en llevar cilicios y hacer penitencias. La santidad consiste en crecer en la humildad”.
Sentía compasión de los hombres que sufren, pero también de los animales y de las plantas, de la creación entera. Así la describe una hermana de su monasterio cuando todavía estaba viva: “Nosotros no podemos hacernos idea de cuánto sufre a causa de ciertas impresiones sobrenaturales que la aferran y la inundan tanto a nivel de su cuerpo como de su alma, pero sobre todo a nivel de su alma, sumergiéndola en un mar de amargura. Ella sufre con el dolor de cada nación, de cada individuo, e incluso se deja conmover por el dolor de las bestias que sufren y que sufrirán. En un cierto sentido podríamos decir que ella se compadece de la tierra demasiado árida o demasiado bañada, de los árboles y de las plantas”.
Sí, se compadecía de la tierra y del mar, de las plantas y de los animales, porque contemplaba toda la creación como obra de Dios, que ama a todas sus criaturas y las mantiene en la existencia. Por eso decía: “Siento que todas las criaturas, los árboles y las flores están en Dios y también en mí, pues yo estoy en Dios y Él está en mí, y todo lo que hay en Él está también en mí... Para amar como Él ama, yo querría un corazón más grande que el universo”.
Para conocerla mejor, aquí tienen una biografía suya escrita por las carmelitas descalzas de Haifa (Israel).
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