Seguimos hoy analizando las consecuencias para la teología de la renuncia de Benedicto XVI.
La «desacralización» del papado
Una de las acusaciones que más repiten los grupos tradicionalistas contra el papa Francisco es la de que está «desacralizando» el papado con sus gestos y actitudes. José Ignacio González Faus cuenta que el papa le dijo a un obispo: «Reza por mí; la derecha eclesial me está despellejando. Me acusan de desacralizar el papado».
En realidad, la verdadera «desacralización» tuvo lugar con la renuncia de su predecesor y la estudiada justificación para hacerla.
El contenido teológico del ministerio petrino permanece inalterado. El papa continúa siendo el pastor universal al servicio de la verdad y de la unidad en la Iglesia.
Lo que cambia es la percepción de la identificación entre el ministerio y la persona que realiza ese servicio. Si el papa puede renunciar al ejercicio de ese ministerio, que se puede encargar a otra persona sin que por ello se hunda la Iglesia, también puede cambiar la forma de su elección y la manera concreta de realizarlo.
Nos encontramos ante una situación paralela a la que han vivido los gobiernos seculares durante los últimos siglos. En las sociedades primitivas se identificaban el rey y el reino, el estado y los que lo gobiernan, pero hoy tenemos asumido que los gobernantes no son los dueños de la nación, sino que están a su servicio (o, por lo menos, deberían estarlo).
Lo mismo sucede con el papa y con todos los ministros de la Iglesia, que no son propietarios, sino servidores de la misma, cada uno con la misión concreta que la misma Iglesia le pide.
Cristo al centro de todo
El gesto del papa Benedicto recuerda algo que él mismo ha repetido muchas veces y de muy diversas maneras: lo esencial del cristianismo no son sus estructuras de gobierno, ni sus tradiciones, ni sus principios doctrinales, ni sus normas morales.
Lo esencial del cristianismo es Cristo y todo lo demás viene después y está al servicio del anuncio del evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que es la norma última de la vida de la Iglesia.
De hecho, al inicio de su encíclica sobre la caridad, decía así: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).
Lo primero y principal en la vida de los cristianos es el encuentro personal con Cristo. Toda la vida de la Iglesia tiene sentido para que dicho encuentro pueda realizarse. El mismo ministerio petrino (y todos los demás ministerios) tienen sentido solo si se realizan al servicio de esa realidad.
Esto sirve para todos los cristianos, independientemente de su vocación concreta, de su estado de vida, de su salud o de su edad: «Toda la existencia cristiana conoce una única ley suprema, la que san Pablo expresa en una fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús. […] Nuestro destino está unido indisolublemente al suyo» (Audiencia 13-04-2011).
Todos estamos llamados a unirnos con Cristo y a colaborar con él, pero cada uno lo tiene que hacer según sus capacidades y su vocación concreta.
El ministerio petrino, en concreto, tiene unas características propias: quien lo asume, debe encargarse de tareas concretas de gobierno a favor de la Iglesia universal y de las Iglesias locales. Por lo que, cuando faltan las fuerzas para realizar esa misión concreta, el que ha recibido ese encargo puede (e incluso debe en conciencia) renunciar a su ejercicio para que otra persona pueda asumirlas responsablemente.
Dejar de servir a Cristo en esa tarea concreta no significa dejar de servir a Cristo. Benedicto XVI era consciente de que después de su renuncia lo tenía que servir de una manera nueva, pero no menos valiosa que la anterior, solo distinta.
Esto brotaba de la clara conciencia de que Cristo es el único Señor y los demás solo somos colaboradores suyos. Por lo tanto, solo Cristo es indispensable.
Los demás debemos tomar en serio nuestra invitación a colaborar con él, pero sabiendo que podemos ser reemplazados sin que por ello se hunda la obra de Cristo, que sigue siendo «el único salvador del mundo ayer y hoy y siempre» (Heb 13,8).
Solo nos faltan dos entradas más para concluir el tema. Seguiremos mañana.
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