Después de hablar del reino del norte, hablemos ahora del reino del sur. Empecemos recordando que sus reyes no fueron mejores que los del norte (salvo contadas excepciones, como Ezequías y Josías), ni estuvieron exentos de intrigas y asesinatos, aunque tuvieron mayor estabilidad, ya que todos ellos pertenecieron a la dinastía davídica.
El pueblo se consideraba seguro, porque poseía el arca de la alianza en el templo de Jerusalén y confiaba en que un descendiente de David se sentaría siempre sobre su trono. Los profetas denunciaron continuamente la corrupción de las costumbres y el formalismo cultual, que no afectaba a la vida, así como la falsa confianza depositada en el templo y en la monarquía davídica.
Los profetas Isaías, Miqueas, Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías llamaron continuamente a la conversión, para evitar que se repitiera en Judea el desastre de Israel, pero sin que el pueblo les hiciera caso.
Finalmente, Nabucodonosor invade Jerusalén y realiza una primera deportación el 598 a. C. La ciudad se subleva y el 587 a. C. es totalmente destruida por los caldeos, que se llevan a Babilonia al resto de sus habitantes (2Re 25,1ss).
La Sagrada Escritura interpreta los acontecimientos en clave religiosa: «Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo pecaron sin cesar, practicando las abominaciones idolátricas de las naciones y contaminando el templo que el Señor se había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus antepasados, en su afán por salvar a su pueblo y a su templo, les envió continuos mensajeros. Pero se burlaron de ellos, menospreciaron sus palabras, y maltrataron a sus profetas, hasta colmar la ira del Señor contra su pueblo, hasta el punto que ya no hubo remedio» (2Cro 36,14ss).
La Sagrada Escritura interpreta los acontecimientos en clave religiosa: «Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo pecaron sin cesar, practicando las abominaciones idolátricas de las naciones y contaminando el templo que el Señor se había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus antepasados, en su afán por salvar a su pueblo y a su templo, les envió continuos mensajeros. Pero se burlaron de ellos, menospreciaron sus palabras, y maltrataron a sus profetas, hasta colmar la ira del Señor contra su pueblo, hasta el punto que ya no hubo remedio» (2Cro 36,14ss).
No hay comentarios:
Publicar un comentario