miércoles, 24 de septiembre de 2025

¿Con quién compararé a la gente de esta generación?



Jesús, en el evangelio, lanza una pregunta que atraviesa los siglos: “¿Con quién compararé a la gente de esta generación? Son como unos niños caprichosos, que ni quieren quedarse en casa ni quieren salir a pasear” (cf. Lc 7,31-35). Más que una interrogación es un lamento.

Los contemporáneos de Juan y de Jesús se escudaban en distintas excusas para no escuchar la Buena Noticia: al Bautista le reprochaban su austeridad, como si fuera un exceso; a Jesús, su cercanía con los hombres, como si fuera una debilidad. Siempre había un motivo aparente para cerrar el corazón. En realidad, Juan, con su ascetismo, les reprochaba su laxitud; Jesús, con su cercanía, les reprochaba su rigidez. Eran una doble crítica que atacaba la hipocresía en ambas direcciones.

Aquella generación creía en Dios y deseaba su manifestación, pero no del modo en que él se presentó. Su religiosidad era intensa, pero demasiado pendiente de las formas, de lo previsto, de lo seguro. Y así, lo esencial les pasó de largo.

Cada tiempo histórico tiene sus resistencias, también el nuestro. En nuestra sociedad postcristiana, no faltan las voces que tachan la fe de fantasía infantil, ni las que miran con recelo a quien intenta vivirla con coherencia. Parece que nunca basta: si la fe es sobria, incomoda; si es festiva, se sospecha de ella.

Pero Jesús nos recuerda que la Sabiduría de Dios no se deja encasillar. Tanto Juan como él anunciaban lo mismo: que Dios busca al hombre y lo invita a la conversión, a tomar en serio su vida. El uno gritaba en el desierto, el otro en la ciudad.

El desafío de “esta generación” —la nuestra— es abrir los ojos para descubrir a Dios, que se manifiesta en todo momento: en la voz que incomoda y en el gesto que consuela, en el silencio del asceta y en el banquete compartido, “en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las tristezas”.

Oremos. Señor Dios, que te manifestaste en el rostro austero de Juan y en la sonrisa cercana de tu Hijo Jesucristo, abre nuestros oídos a tu voz, nuestros ojos a tu presencia, nuestros corazones a tu gracia. Líbranos de las excusas que nos alejan de ti, del juicio fácil y de la indiferencia.

Enséñanos a reconocerte en los momentos duros y en los banquetes compartidos, en la palabra que hiere y en el abrazo que sana, en “las montañas, los valles solitarios, nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos; la noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”.

Que tu Sabiduría, más grande que nuestros prejuicios, nos guíe para vivir como verdaderos hijos tuyos, aprendiendo a descubrir tu presencia en cada acontecimiento. Amén.

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