viernes, 26 de septiembre de 2025

Canto otoñal a la belleza perecedera, anuncio de la hermosura eterna


El otoño no es solo una estación; es una epifanía. Es el momento en que Dios, "mil gracias derramando", como cantaba san Juan de la Cruz, transita por estos sotos con presura y, con la sola huella de su paso, los reviste de una hermosura que deslumbra.

Cuando las primeras heladas nocturnas besan la tierra, los paisajes de Soria se incendian en un magníficat final. Las hojas, al cesar su producción de clorofila, se transfiguran: se tornan amarillas, rojas, ocres, en un canto polifónico que entrelaza la caducidad de lo creado con la promesa de una renovación perpetua. Este espectáculo es teología natural. El crepúsculo dorado, que tanto amaba Kierkegaard, despierta en nosotros una nostalgia de eternidad, un anhelo de aquella patria donde "no habrá noche" (Ap 21,25).

Mientras en Centroamérica la primavera perpetua canta la juventud inexhausta de la creación, en las latitudes donde las estaciones rotan aprendemos la sabiduría del despojo. Los árboles de hoja caduca no se aferran a su esplendor pasajero; se desprenden con una elegancia que es acto de fe. Sus hojas caídas no son derrota, sino profecía: serán humus que alimentará nuevos brotes. He aquí el misterio pascual, inscrito en el ciclo de la naturaleza: "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). La muerte al servicio de la vida.

Este tiempo nos convoca a un vaciamiento a imagen de los árboles. Es un período propicio para lo que podríamos llamar una melancolía luminosa, aquella que despierta el alma, como en los versos de Jorge Manrique, para contemplar "cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando". No es un réquiem, sino una llamada a vivir con la mirada puesta en la eternidad, que da sentido al tiempo.

La rosa tardía, que tiembla al deshojarse, concentra en su fragilidad una belleza más profunda que en su plenitud juvenil. Su esplendor no radica en la permanencia, sino en la intensidad de su ser y en la serenidad con que se entrega a las manos tranquilas de la muerte, que no es aniquilación, sino transformación.

Aprovechemos, pues, este otoño, "antes de que el invierno nos escombre", como pedía Benedetti en un poema a esta estación. Acojamos la tibia franja de sol que, incluso en su brevedad, calienta el corazón. Permitamos que el viento otoñal desprenda de nosotros las hojas secas del egoísmo, la vanidad y el apego. Caminemos, como cantaba Machado, por la alameda dorada junto al Duero, con la mirada hacia el horizonte, conscientes del ciclo que se cierra y del nuevo que aguarda tras el invierno.

Que nuestra vida, como el paisaje otoñal, se convierta en una eucaristía, en una acción de gracias. Que al final de nuestro camino, cuando el Hacedor de las estaciones pase su mano sobre nosotros, pueda decir que, como los árboles en otoño, supimos despojarnos para fecundar la tierra con nuestro amor. Y que nuestra existencia, al caer, dejó no un vacío, sino un rastro de hermosura que anuncia, ya desde ahora, la primavera sin ocaso del reino eterno. Amén.

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