sábado, 27 de septiembre de 2025

Lázaro y Epulón. Domingo 26 del Tiempo Ordinario, ciclo c


La Palabra de Dios que se proclama en misa el domingo 26 del Tiempo Ordinario, ciclo "c", nos coloca ante un espejo desafiante y nos invita a un examen de conciencia profundo. El evangelio nos presenta una escena que, a primera vista, podría parecer lejana: el rico Epulón, vestido de púrpura y lino fino, banqueteando espléndidamente cada día, y a su puerta, el pobre Lázaro, cubierto de llagas, anhelando saciarse con las migajas que caían de aquella mesa. Es una imagen de un contraste brutal.

Y quizás nuestra primera tentación sea la de señalar a "otros": los poderosos, los indiferentes, los que claramente tienen más y no comparten. Pero el mensaje de Jesús es más personal y más exigente. 

Fijémonos en un detalle crucial: el evangelio no acusa al rico de ser un explotador o un maltratador. No se dice que robara o golpeara a Lázaro. Su gran pecado, el que abre el abismo definitivo, es la indiferencia. Es la capacidad de vivir en su burbuja de bienestar, totalmente insensible al sufrimiento que tiene a la vista cada vez que entra y sale de su casa. Banqueteaba despreocupado, sin que el dolor ajeno alterara su comodidad.

Esta indiferencia es la que el profeta Amós, en la primera lectura, condena con vehemencia: «Tumbados sobre camas de marfil, acostados en sus divanes... pero no se duelen del desastre de José». Es la actitud del que, instalado en su confort, se hace insensible a las crisis y los males que afectan a la comunidad. Es un corazón anestesiado por la abundancia.

Este es el punto de inflexión de la parábola. El abismo que existía en la tierra —la distancia entre la mesa del rico y el portal de Lázaro— se perpetúa y se hace eterno e infranqueable después de la muerte. La indiferencia aquí tiene consecuencias eternas. 

La parábola es clara: si no escuchamos la voz de Moisés y los profetas, que nos interpelan continuamente sobre la justicia y la misericordia, tampoco creeremos aunque resucite un muerto. La fe que no se traduce en caridad activa es una fe estéril.

¿Qué hacer entonces? San Pablo, en la segunda lectura, nos da la clave positiva: «Conquista la vida eterna». Pero esta conquista no es como la de un botín, sino la de una meta que se alcanza con una decisión de vida. Es el «buen combate de la fe», que se libra precisamente contra la tentación de la indiferencia. Implica tomar una decisión clara, como Timoteo, y dar testimonio público de ella. Significa vivir conscientes de que hemos sido “aferrados” por Cristo, y que ese encuentro nos obliga a salir de nosotros mismos.

No se nos pide que solucionemos todos los problemas del mundo. Eso nos desborda. Pero sí se nos pide que no pasemos de largo. Que no construyamos portales de indiferencia entre nosotros y el hermano que sufre. 

Todos podemos hacer un favor, visitar a un enfermo, tener paciencia con quien nos resulta difícil, compartir nuestro tiempo, nuestros bienes o simplemente una palabra de aliento. Son las migajas que, desde nuestra mesa, pueden ser un banquete para el Lázaro que tenemos cerca.

Al participar del banquete del Señor en la eucaristía, pidámosle que nos conceda un corazón sensible. Que la comunión con él, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, rompa nuestra indiferencia y nos convierta en instrumentos de su misericordia. Para que, al final de nuestros días, no encontremos un abismo, sino que seamos recibidos, como Lázaro, en el seno de Abrahán. Amén.

1 comentario:

  1. Si no es sostener al Mundo con una mano, es simplemente darle una mano al caído, dejar en el enfermo la dulzura, convertir la impaciencia del que me desespera en apacible comprensión.

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