lunes, 18 de mayo de 2015

Santa Mariam Bawardi, ocd: la espiritualidad de la sencilez


Ayer fue canonizada santa María de Jesús Crucificado, o.c.d., la "arabita" fundadora del monasterio carmelitano de Belén. Mujer excepcional, cuya vida he contado en entradas anteriores: infancia y juventud, carmelita descalza. Hoy hablaré de su espiritualidad, de su mensaje.

Mariam Bawardi se sabía pequeña, débil e ignorante, por lo que vivía los acontecimientos sobrenaturales (raptos, éxtasis, revelaciones, etc.) con gran sencillez y humildad, escondiéndolos y dedicándose a los trabajos más humildes (limpieza, huerto, cocina, cuidado de las enfermas…). 

Ella decía que los fenómenos sobrenaturales que tenía solo eran sueños y signos, se avergonzaba de ellos y pedía a los demás que no les dieran importancia. Afirmaba: “Dios nos libre de semejantes estados extraordinarios, la fe nos basta; en la fe no existe el orgullo. Valoro tanto la gracia de ser pobre e ignorante, porque esta me hace comprender la bondad y la misericordia de Dios, que, siendo grande, quiere ocuparse de mí. Me parece que si me encontrara en un estado extraordinario no quisiera permanecer ni tres meses en la misma ciudad, recorrería todo el mundo con tal de no ser conocida”.

A sus hermanas de comunidad, decía: “Nosotras no tenemos necesidad de escuchar las palabras de un ángel. Nos bastan los [diez] mandamientos y la Regla [de la Orden]… No os quedéis en lo extraordinario. Si os vienen a decir que la Virgen se aparece aquí o allí o que hay una persona extraordinaria en un lugar, no vayáis, no vale la pena. Si os hablan de revelaciones, no os ocupéis de ellas ni os asustéis. El Señor nos dice: Sed fieles a la fe, a la Iglesia y al evangelio. Si vais a ver y consultar por ahí las cosas extraordinarias, vuestra fe se debilitará. Os lo digo de parte del Señor: él me ha dicho que si sois fieles a la Iglesia y al Evangelio estará siempre con vosotras y no os dejará nunca”. Lo mismo dijo a un obispo que mostraba curiosidad por los fenómenos que ella vivía.

Mariam no “tenía” humildad, sino que “era” humilde. Se sabía pequeña y se gozaba de serlo. De sí misma decía que era una “pequeña nada”. Su única grandeza consistía en que Dios pone su mirada en los pequeños y los trata con misericordia. Ella se sabía mirada por Dios y herida de su amor, precisamente porque era débil e ignorante. 

Decía: “Bienaventurados los pequeños. Ellos caben en cualquier sitio, pero los grandes tienen dificultades para entrar en todas partes”. Le gustaba repetir que “Jesús nació en una cueva y sigue viviendo en las cuevas y lugares pobres”: “Pregunto al Altísimo: ¿Dónde habitas? Y él me responde: Cada día busco una casa y nazco nuevamente en una cueva, en un lugar pobre. Soy feliz en un alma pequeña, en un pesebre. Cada vez que pregunto a Jesús dónde habita, él siempre me responde: En una cueva. ¿Sabes cómo he vencido al enemigo? Naciendo en lo más bajo”.

Por eso, su deseo era permanecer pequeña, siendo “un pollito”, “un gusanito”, “una hormiguita”, “una corderita”, “una semillita”. Es lo mismo que recomendaba a sus hermanas de comunidad: “Sed pequeñas, permaneced siendo pequeñas, para que vuestra madre os proteja bajo sus alas, como la gallina recoge a sus polluelos, pero los echa de su lado cuando se hacen grandes. Sed pequeñas, pequeñas y Jesús os protegerá. Mirad la gallina clueca con sus pollitos: mientras son pequeños, ella les da de comer con su pico, los esconde bajo sus alas y los protege. Sed pequeñas y el Señor os cuidará y os alimentará. Pero cuando los pollitos se hacen grandes, la clueca ya no los alimenta y los aleja de su lado picoteándolos para que se vayan. Si son pequeños y llega un enemigo, ella los recoge, los cubre, se pone en pie y se enfrenta con furia al enemigo. Pero si son grandes, no se preocupa de ellos; que ellos cuiden de sí mismos”.

Aunque tenía muchas experiencias extraordinarias, sabía que no dependían de ella, por lo que no las daba importancia. 

Pero ella sabía que vivir con intensidad cada momento y encontrar a Dios en la vida ordinaria sí que depende de cada uno, por lo que es en eso en lo que insistía. 

Y añadía: “La santidad no consiste solo en rezar, ni en tener visiones o revelaciones, ni en la ciencia del bien hablar, ni en llevar cilicios y hacer penitencias. La santidad consiste en crecer en la humildad. La humildad es la paz, es la reina. El alma humilde siempre es feliz. En la lucha y en la pena se humilla y piensa que aún merece más contradicciones. Lo que turba el corazón es el orgullo. Un corazón humilde es un jarrón, un cáliz que contiene a Dios. El Señor nos enseña que un alma humilde, verdaderamente humilde, hará milagros aún más grandes que los de los antiguos profetas… En el paraíso los árboles más hermosos son aquellos que han pecado más, pero se han servido de sus miserias como los árboles se sirven de estiércol para crecer. En el infierno se encuentran todas las virtudes menos la humildad, en el paraíso se encuentran todos los defectos menos el orgullo”.

Sobre este tema de la humildad y el orgullo nos ha dejado enseñanzas preciosas, como cuando afirmaba: “El orgullo es la fuente de todo pecado, mientras que la humildad es la base de toda virtud. Por el orgullo se perdió el ángel más bello; cayó por su orgullo. Si se hubiese humillado, si hubiese hecho ofrenda a Dios de todo cuanto era, sería ahora incluso más bello. El demonio se perdió por su orgullo. Dios habría perdonado a Adán y Eva si se hubieran humillado después de haber pecado. Hasta el mismo Judas habría alcanzado el perdón si se hubiese humillado. Lo que nos pierde es el orgullo. Por el orgullo la voluntad del hombre se rebela contra Dios. Sin embargo, la humildad abre camino para alcanzar otras virtudes... ¡Oh cuánto deseo ser humilde y que las criaturas todas me desprecien! Dios está dispuesto a perdonar al pecador que se humilla. Mira con más amor al alma que vuelve a él por humildad que al alma fiel que se complace en las propias virtudes. Esta corre el riesgo de perderse por el orgullo, mientras que el pecador alcanza misericordia humillándose”.

Saberse amada sin méritos de su parte la llevaba a ser agradecida con Dios y también a amar a todos gratuitamente, especialmente a los más débiles, y a interceder por todos ante el trono del Altísimo con tonos bíblicos: “¡Basta, Dios mío, basta ya! ¡Enternece tu corazón, oh, Dios mío, y escucha los gemidos, mira la desolación! ¡Basta, detente, enternece tu corazón, ten piedad de nosotros! Pues que Tú eres bueno, trátanos con misericordia! ¡Ten piedad de los gritos de mis hermanos!”

Sentía compasión de los hombres que sufren, pero también de los animales y de las plantas, de la creación entera. Así la describe una hermana de su monasterio cuando todavía estaba viva: “Nosotros no podemos hacernos idea de cuánto sufre a causa de ciertas impresiones sobrenaturales que la aferran y la inundan tanto a nivel de su cuerpo como de su alma, pero sobre todo a nivel de su alma, sumergiéndola en un mar de amargura. Ella sufre con el dolor de cada nación, de cada individuo, e incluso se deja conmover por el dolor de las bestias que sufren y que sufrirán. En un cierto sentido podríamos decir que ella se compadece de la tierra demasiado árida o demasiado bañada, de los árboles y de las plantas”.

Sí, se compadecía de la tierra y del mar, de las plantas y de los animales, porque contemplaba toda la creación como obra de Dios, que ama a todas sus criaturas y las mantiene en la existencia. Por eso decía: “Siento que todas las criaturas, los árboles y las flores están en Dios y también en mí, pues yo estoy en Dios y Él está en mí, y todo lo que hay en Él está también en mí... Para amar como Él ama, yo querría un corazón más grande que el universo”.

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