miércoles, 13 de mayo de 2015

Mariam Bawardi (infancia y juventud)


Mariam nació en 1846, en Abellin, un pueblecito a medio camino entre Haifa y Nazaret, en el seno de una familia católica de rito griego (conocidos como melquitas). Sus padres habían tenido 12 hijos y todos murieron en su primera infancia. No pudiendo acudir a los médicos de la tierra, que no encontraban solución a su problema, acudieron en peregrinación a Belén (170 kilómetros a pie) para pedir una hija a la Virgen, prometiendo que la llamarían como ella y se la consagrarían desde su nacimiento. La madre concibió una niña al regreso a su hogar y un niño al año siguiente, que también sobrevivió.


Infancia

Tres años después murió su padre y a los pocos días, su madre. Una tía materna se quedó al niño y un tío paterno a la niña, que fue educada como las demás muchachas del poblado para ser una esposa dócil y obediente, señora de su hogar, por lo que no fue a la escuela ni recibió ninguna educación académica.


Más tarde recordará algunas anécdotas de aquellos años, como aquellas flores que recogía por los caminos y colocaba a los pies de una imagen de la Virgen y echaban raíces hasta convertirse en matorrales. También la visita de un peregrino desconocido que fue acogido en casa de sus tíos y que, al marchar, exclamó agitado: “Cuiden de esta niña, se lo ruego, cuídenla bien”. Al contarlo, añadía: “Tal vez este santo hombre, presintiendo mis futuros pecados, sentía preocupación por la salvación de mi alma”. O lo que aconteció con unos pajarillos que le regalaron. Ella los lavó con agua y jabón, como si fueran bebés, pero se le murieron entre las manos. Mientras lloraba afligida, escuchó una voz interior que le decía: “Mira, todo se pasa; pero si tú quieres entregarme tu corazón, yo permaneceré siempre contigo”.


Cuando tenía ocho años se trasladó con su familia adoptiva a Alejandría de Egipto. Toda su vida se limitaba a los trabajos de casa y a las actividades de la iglesia, en las que participaba con entusiasmo. Al poco tiempo consiguió del sacerdote el permiso para hacer la primera comunión (algo muy extraño en su época, en la que se retrasaba para más adelante).


Recordando aquellos días, decía: “Me parecía que un pajarillo cantaba siempre en mi corazón”. Pero su feliz infancia concluyó a los doce años, cuando sus tíos la informaron de que habían decidido casarla con un pariente lejano, al que no conocía.


Juventud

Ella se opone a la boda, porque dice que ya se ha comprometido con Dios. No podía quitarse de la cabeza las palabras que escuchó de niña: “Si tú quieres entregarme tu corazón, yo permaneceré siempre contigo”. No la echan atrás ni las amenazas ni los castigos corporales ni las exhortaciones del sacerdote (que se niega a darle la absolución y la comunión) ni la visita del obispo que le dice que tiene que obedecer a sus padres adoptivos. 


A pesar de todo, la familia decide que se debe realizar el matrimonio. Cuando Mariam cumplió trece años, en el día establecido, el novio se presentó en casa con vestidos bordados y joyas. La encerraron en su cuarto para que se preparara, pero ella salió de allí con sus ropas ordinarias y con sus largos cabellos cortados y colocados en una bandeja junto a las joyas. La ira de su tío fue tan grande que dejó de considerarla su hija y pasó a tratarla como una sierva, sometida a los esclavos de la casa.


Tantos fueron los sufrimientos y las humillaciones, que se decidió a escribir una carta a su hermano, pidiéndole ayuda. Un vecino musulmán, que había trabajado para sus tíos, se ofreció para redactarla y hacérsela llegar. Al escuchar su relato, le dijo que él la acogería en su casa si renegaba del cristianismo y se hacía musulmana, a lo que ella se opuso, diciendo que había nacido cristiana y deseaba perseverar en su fe hasta la muerte. El viejo criado respondió golpeándola sin piedad. Finalmente, sacó su cimitarra y la degolló en presencia de su esposa, su madre y el resto de su familia. Envolvieron el cadáver en una sábana y lo tiraron en las afueras del pueblo. Era el 8 de septiembre, fiesta de la natividad de la Virgen.


Pero su hora no había llegado aún. Mariam escuchó una voz que le decía: “Tu libro no se ha terminado de escribir” y se despertó en una gruta, donde una mujer la cuidó, lavó, alimentó e instruyó en cosas de la vida y de la religión durante cuatro semanas. Cuando estuvo curada, la llevó a la iglesia de los franciscanos y se marchó. Como consecuencia de la cuchillada, le quedó una gran cicatriz de diez centímetros de largo por uno de ancho en la garganta. Posteriormente varios médicos comprobaron que le faltaban varios anillos de la tráquea, aunque respiraba y hablaba con normalidad, lo que les parecía imposible si no lo vieran con sus propios ojos.


No volvió a ver a los suyos. Se puso a trabajar como criada de una familia de Alejandría. Por entonces una sierva no recibía un sueldo, solo la ropa, la comida y un lugar para dormir. En cierta ocasión supo de una familia en la que todos estaban enfermos y envueltos en la miseria. Cuando comunicó a sus señores que les dejaba a ellos para ir a servir a los otros, se enfadaron con ella y la golpearon sin piedad. Tuvo que salir corriendo mientras la perseguían a bastonazos. La situación de sus nuevos señores era peor de lo que le habían dicho: todos los miembros de la familia se encontraban postrados en la cama, tuvo que esforzarse para limpiar la suciedad que los cubría y mendigar por las calles para darles de comer. Cuando estaban recuperados, entró al servicio de otras familias, lo que la llevó primero a Jerusalén y después a Beirut (Líbano).


Llevaba siete meses sirviendo a una familia en Beirut cuando perdió completamente la vista. Sus señores se habían encariñado con ella y la atendían con afecto. Pasados cuarenta días oró a la Virgen María para que la ayudara y así no tuviera que ser una carga para nadie. Mientras oraba, sintió algo en los ojos y recuperó la visión. Más tarde entró al servicio de otra familia, que la llevó a Marsella (Francia), adonde llegó con diecisiete años.


Religiosa 

Como sus señores sabían que quería hacerse religiosa, la ayudaran para que entrara en las hermanas de la Compasión de la Virgen cuando tenía diecinueve años, aunque aparentaba ser una niña de solo doce. Estaba tan contenta de vivir en un convento con religiosas que caía continuamente en éxtasis, en los que permanecía absorta y parecía que perdía el conocimiento. Las hermanas pensaron que se desmayaba porque poseía algún tipo de epilepsia y la despidieron a los dos meses por falta de salud.

Volvió a intentarlo con las hermanas de san José de la Compasión, entre las que se encontró muy a gusto. Siempre se ofrecía voluntaria para todos los trabajos de la casa, diciendo en su pobre francés: “Yo poder hacer esto, porque yo tener tiempo”. Si la corregían en algo, respondía: “Perdón, yo muy mala, tú orar por mí”.

Un día que oraba ante el Santísimo Sacramento contempló al Salvador sangrando por las manos, los pies, el costado y la frente. Ella, en un movimiento irresistible, ponía sus manos sobre las llagas y decía a Jesús: “Señor, mi Salvador, dame todos esos sufrimientos a mí y ten piedad de los pecadores”. Al despertarse de su éxtasis notó unas dolorosas heridas en las manos, en los pies, en el costado y en la frente. Como en su vida anterior había cuidado a algunos leprosos, ella pensaba que estaba desarrollando la lepra, por lo que pedía a las hermanas que no se le acercaran para no contagiarlas. Cuando se dio cuenta de que las heridas solo reaparecían los jueves y viernes de cada semana, los miércoles pedía permiso a la maestra de novicias para quedarse más horas en la lavandería y en la cocina, para recuperar el tiempo que no podría dedicar al trabajo los dos días siguientes.

Los fenómenos extraordinarios se fueron multiplicando y, aunque las hermanas la apreciaban, decidieron no admitirla a la profesión religiosa cuando terminó el noviciado, dos años después. La recomendaron que entrara en un monasterio contemplativo, donde podría vivir su vocación lejos de la curiosidad de la gente.

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