martes, 22 de febrero de 2022
Santa Teresa de Jesús y san Pedro
Teresa de Jesús tuvo algunos amigos especiales dentro de la Biblia. Creyentes grandes que le ayudaron a vivir la fe, que le dieron luz para seguir el evangelio y le sirvieron de inspiración. Uno de ellos es Pedro.
Él y Teresa comparten una experiencia fundamental que cambió sus vidas radicalmente. Tal vez por eso, Pedro acude muchas veces a la pluma de Teresa. Los dos llegan con una invitación que hoy sigue siendo necesaria en la vida de cada creyente y de la Iglesia.
Lo que transforma la vida de ambos es el encuentro con Jesús. Lo hace inmediatamente, porque algo cambia en ellos, pero no es un cambio total repentino, aunque Pedro deja sus redes al instante (en cuanto Jesús dice: «Venid conmigo») y Teresa entra en un convento a los veinte años y hace su profesión «con gran determinación y contento», como ella misma dice.
No basta dejar las redes ni «todas las cosas del mundo y lo que teníamos por él». Teresa dirá: «Los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas». Teresa ha heredado y hecho propia la fe madurada por Pedro: el Jesús que llama y fascina es, también, el Siervo de Dios.
Pedro y Teresa tendrán que recorrer un largo camino que va de la autosuficiencia a la confianza. De una cierta presunción al abandono. Tendrán que dejar de creer que las propias fuerzas bastan para vivir el camino que abre Jesús y ceder el protagonismo, dejarse llevar por la corriente de amor que ha asaltado sus vidas.
Teresa recuerda las negaciones de Pedro como el gran paso de su vida: «Salió de aquella quiebra no confiando nada de sí, y de allí vino a ponerla [la confianza] en Dios». De ella misma, dirá: «Suplicaba al Señor me ayudase; mas debía faltar… no poner en todo la confianza en su Majestad y perderla de todo punto de mí».
Los dos entendieron que había que rendirse, abandonarse a algo mayor. No con afán destructivo, sino por el deseo que despierta el encuentro con Jesús y la necesidad de salir de la propia ceguera, al comprender que aleja del amor. «Rendida y confiada» creía Teresa que era posible avanzar en el seguimiento de Jesús. Y Pedro, después de su negación, firmaría las palabras de ella: «Considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié; de mí, muchas veces». Por eso, ni Pedro ni ella desesperaron.
Teresa acude a Pedro para animar: «Pensaba muchas veces que no había perdido nada san Pedro en arrojarse en la mar, aunque después temió. Estas primeras determinaciones son gran cosa». Sabe que el miedo puede abortar un camino de alegría. Y muy gráficamente, dirá que no hay que ser como sapos ni «solo cazar lagartijas».
Andar con cuidado, sí. Buscar maestros, también. Pero es importante «tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos… podremos llegar a lo que muchos santos». La figura de Pedro le suscita fortaleza y autenticidad, y añade: «¡Siempre la humildad delante, para entender que no han de venir estas fuerzas de las nuestras!».
Recordará que Pedro, cabeza de la Iglesia, era un sencillo pescador, sin otro abolengo. Le interesa recalcar que no hay que «hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios». Le importa que se haga visible que la verdadera dignidad viene de la fraternidad, del Padre que une a todos los seres humanos.
Evocará, también, el episodio en que Jesús pide a Pedro ir mar adentro, hasta lograr una gran pesca. Lo hace porque comparte con él una experiencia muy importante: el estremecimiento ante la divinidad. La emoción por la presencia bondadosa y salvadora, junto al sentimiento de pequeñez, el reconocimiento de la propia realidad humana.
Pedro se postra, diciendo: «Aléjate de mí, porque soy un hombre pecador, Señor» y Teresa comenta sus palabras, diciendo: «Todo este cimiento de la oración va fundado en humildad». El sostén de todo es descubrir que él es el Señor, ante quien solo cabe la confianza amorosa y el seguimiento.
Aunque el apóstol aparece en más ocasiones, entra en escena en un momento clave de las VII Moradas, cuando Teresa explica para qué tanta oración y por qué seguir un camino espiritual: para vivir y servir como Jesús. Lo que Pedro ha recibido –igual que Teresa–, toda la experiencia de fe y amor que ha vivido, tiene un fin: «Que nazcan siempre obras», obras de amor.
Vivir desde el encuentro con Jesús define al cristianismo. Teresa escribirá: «No está el negocio en guardarnos de los hombres… ni en tener hábito de religión o no… ni en lo que toca al cuerpo… sino en contentar a Dios» —que era lo que hacía Jesús. Es lo mismo que Pedro decía: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Después, los dos sentirán la urgencia de compartir y comunicar: «No podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído».
Pedro y Teresa hablan de la necesidad constante a volver a Jesús, e invitan a una confianza en él sin límites. Recuerdan que acoger el Espíritu deshace los miedos y lleva a la verdadera misión: la de dar a Jesús y ofrecer salud en su nombre. Y así, valen para los dos las palabras de Pedro: «No tengo plata ni oro; pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar».
La autora de esta entrada es la hermana Gema Juan, del Carmelo de Puzol.
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