martes, 21 de marzo de 2023

Reflexiones sobre la oración y oración a san José


Primer día de la misión en Sherman.

La oración cristiana. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

Aristóteles definió la filosofía como «la elevación de la mente a Dios». Pronto se aplicaron estas palabras a la oración, que sería «la elevación del alma a Dios para pedirle mercedes». Aunque tuvo éxito, esta definición es demasiado pobre, ya que parece centrarse solo en el esfuerzo del ser humano por liberarse de todo lo terrenal («elevación del alma») y reduce nuestra relación con Dios a los beneficios que podemos sacar de él («pedirle mercedes»). Pero la oración es mucho más. Veamos algunas de sus características.

Fenómeno universal

Todas las religiones han desarrollado formas de oración. Las pinturas rupestres son ya una forma primitiva de oración: petición de éxito en la caza, de fecundidad para la familia y el ganado, de vida más allá de la muerte para los difuntos. La oración brota de forma espontánea entre los hombres religiosos y se manifiesta de múltiples formas. Oran los animistas, los budistas y los judíos. Podemos constatar la existencia de la oración en todas las épocas y culturas, aunque cambien las modalidades. Nosotros vamos a hablar de la oración específicamente cristiana, la que hunde sus raíces en la Sagrada Escritura y se ilumina con la vida de Jesús y la experiencia de los santos. 

Respuesta al amor de Dios

La Sagrada Escritura recoge la historia de amor de Dios por el hombre: por amor lo ha creado, por amor ha suscitado profetas que le hablaran en su nombre, por amor envió a su Hijo al mundo, por amor sigue guiándolo con su Espíritu hacia la plena comunión final. Cuando el hombre comprende esto, puede acoger a su Señor con agradecimiento y responderle por medio de la oración. 

Reflexionando sobre estas cosas, san Pablo se sentía desbordado por la generosidad de Dios, que nos ha amado primero, no por nuestros méritos, sino por su gracia; no porque somos buenos, sino porque él es bueno (cf. Rom 5,6-10). Ante esta certeza solo puede cantar agradecido, seguro de que nada ni nadie nos puede separar del amor que Dios, generosa y gratuitamente, nos ha concedido en Cristo (cf. Rom 8,31-39). En el colmo de su asombro, exclama: «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de gracia hay en Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? o ¿quién le dio primero para que tenga derecho a recompensa?» (Rom 11,33-34).

El asombro, la sorpresa, el estupor que produce en nosotros descubrir el amor de Dios (gratuito por su parte, inmerecido por la nuestra) está a la base de nuestra oración. Al «caer en la cuenta» del amor de Dios, nos movemos a amarle, a estar con él, a dedicarle nuestro tiempo, sin dar importancia a lo que estamos haciendo o a los frutos de este encuentro, sino por el sencillo deseo de estar con quien tanto amor nos ha manifestado.

Trato de amistad

Santa Teresa de Jesús define la oración como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (V 8,5). La insistencia en el «trato» subraya el aspecto relacional. Las personas «se tratan» cuando se encuentran y se detienen para hablar y hacer cosas juntas. La oración pide un trato frecuente con Dios, una relación que se fragua en los encuentros afectuosos y repetidos. No basta con algunos momentos esporádicos. 

Santa Teresa especifica que la oración es un trato «de amistad». La amistad hace referencia a dos amores: el del orante por Dios y el de Dios por el orante. Ella tiene muy claro que Dios lleva siempre la iniciativa, que nos ha amado primero y que nuestra oración es solo una respuesta (imperfecta, según nuestras limitadas capacidades) a ese amor que nos precede y nos acompaña. Por eso, para ella, lo importante en la oración es «estar con quien sabemos que nos ama», «tratar de amores», «dejarnos mirar por él», etc. 

No todos tienen capacidad de pensar y razonar mucho, pero todos tenemos capacidad de amar: «En la oración, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; así que haced aquello que más os mueva a amar» (4M 1,7). 

Un impulso del corazón

Santa Teresita del Niño Jesús enseña que la oración no consiste en repetir unas fórmulas aprendidas, en unos momentos y lugares determinados. Por el contrario, se trata de hablar a Dios con toda sencillez, incluso sin palabras, en todo momento y lugar. En verdad que nuestro lenguaje es limitado, pero la santita de Lisieux nos recuerda que la oración no brota de la mente, sino del corazón. Recordemos un conocido texto que la santa doctora de Lisieux escribió en la Historia de un alma: 

«¡Qué grande es el poder de la oración! Se diría que es una reina que en todo momento tiene entrada libre al rey y puede conseguir todo lo que pide. Para ser escuchadas, no tenemos que leer en un libro bellas fórmulas compuestas para casos particulares. Si fuese así... ¡ay, qué digna de lástima sería yo!... Fuera del oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no tengo valor para sujetarme a buscar en los libros bellas oraciones, esto me causa dolor de cabeza. ¡Hay tantas... y a cuál más bella!... No pudiendo recitarlas todas, y no sabiendo, por otra parte, cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: digo a Dios con toda sencillez lo que quiero decirle, sin componer bellas frases, y siempre me entiende... Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús... Algunas veces, cuando mi espíritu se encuentra en una sequedad tan grande que me es imposible formar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un Padre nuestro, y luego la salutación angélica. Estas oraciones, así rezadas, me encantan, alimentan mi alma mucho más que si las recitara precipitadamente un centenar de veces» (ms c 25r). 

Ejercicio de gratuidad

El fin primordial de la oración no es la relajación del cuerpo, ni el control de los sentidos, ni la desintoxicación de la mente, ni aún obtener favores de Dios. La oración no consiste en practicar unas técnicas de respiración o de relajación muscular o de vacío de la mente, para estar mejor. La armonía interior, la serenidad del ánimo, la paz de la conciencia... son frutos que se pueden obtener de la oración, pero no su fin ni su justificación. 

Como el amor, la oración se justifica a sí misma. En principio, no es algo que sirve para otra cosa, sino una práctica de amor, por lo tanto, gratuita. Una persona enamorada desea pasar el máximo tiempo posible con quien ama. No le importa qué hará junto a ella, sino el hecho de estar en su compañía. Unas veces se tienen cosas que decir, otras hay que pedir algo, pero lo ordinario es sencillamente el deseo de estar juntos lo que mueve a los amantes para encontrarse. 
Fecundidad de la oración
Hemos dicho que la oración debe ser gratuita. Oramos porque Dios es importante para nosotros, sin esperar nada a cambio. Al mismo tiempo, hay una misteriosa fecundidad de la oración, que vivifica la fe del orante y la vida de toda la Iglesia. 

Buscando la voluntad de Dios

Podemos y debemos pedir cosas a Dios. Es verdad que Jesús nos dice que no nos preocupemos demasiado por el vestido o la comida (Mt 6,25), pero también nos enseña a pedir cada día «el pan cotidiano» (Mt 6,11); es decir, las cosas necesarias.  Pero, ¿qué es lo verdaderamente necesario para nuestras vidas?, ¿cuáles peticiones deberíamos hacer y cuáles no? San Agustín dice que «podemos pedir en la oración todo lo que es lícito desear para nosotros o para los demás». Esto ya nos indica que no debemos pedir en la oración cosas malas, lo que sería absurdo. Pero, ¿qué es lo que realmente nos conviene? A veces pensamos que algo es bueno para nosotros y después descubrimos que nos habíamos equivocado; nunca terminamos de saber qué es lo que humanamente nos conviene. Por eso, la mejor oración consiste en ponernos ante Dios y pedirle que realice su voluntad en nosotros, que es lo mejor que nos puede pasar. Podemos pedirle por una intención concreta, siempre que añadamos, al menos con el deseo, «si eso es bueno para nosotros. Si no, no nos lo concedas».  

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