jueves, 23 de marzo de 2023

Comentario a los salmos 50 y 51


Aunque hoy son dos salmos independientes, en realidad forman las dos partes de una liturgia penitencial.

En nuestros días, cuando se realiza un juicio, normalmente intervienen tres partes: la demandante (ofendida), la demandada (ofensora) y el juez, que está por encima de las dos y dicta la sentencia con imparcialidad, después de escuchar a ambos y a sus abogados. Su sentencia solo puede ser de dos tipos: inocente o culpable.

En el Israel bíblico también existía un juicio ante el tribunal, que escuchaba a la acusación y a la defensa antes de dictar la sentencia. Pero había otro tipo de juicios (llamado «rib»), que se desarrollaba en tres actos, y podía ofrecer el perdón (con condiciones) al culpable:

• ACUSACIÓN. El ofendido explicaba los motivos por los que se sentía perjudicado, normalmente en forma de preguntas (¿por qué me has hecho esto?, ¿por qué has olvidado los lazos que nos unían?). Era importante la presencia de testigos, que corroboraban sus afirmaciones y tomaban nota de la respuesta del acusado.

• CONFESIÓN. El acusado daba su respuesta. Si no admitía su culpa, se acudía al juicio ante el tribunal. Si aceptaba su culpa, el ofendido decidía qué tenía que hacer el ofensor (un castigo, una multa, la restitución de lo robado…)

• PERDÓN. Se producía la reconciliación entre ambas partes.

Este segundo tipo de juicio era el normal entre dos personas o grupos unidos por lazos naturales (miembros de la misma familia, clan o tribu) o por un pacto o alianza. Es el que normalmente aparece en la Biblia, como cuando David acusa a Saúl de buscar su daño y Saúl pide perdón, por lo que se reconcilian (1Sam 24 y 26) o como cuando Samuel acusa al pueblo de nombrarse un rey en lugar de confiar en Dios y el pueblo se arrepiente, pide perdón, por lo que Samuel les concede el perdón en nombre de Dios (1Sam 12).

Este juicio se realiza en la plaza pública, ante testigos que ratifican el acuerdo y las condiciones. Es el juicio entre Dios y su pueblo, en el que Dios no aparece como juez extraño al proceso, sino como la parte ofendida, que llama en causa a quien ha roto sus compromisos. Habitualmente convoca como testigos «al cielo y a la tierra».

Aunque a veces no nos demos cuenta de que estamos ante un «rib», hay numerosos ejemplos en la Biblia, desde las primeras páginas:

• Dios pregunta a Adán: «¿Dónde estás? … ¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer? … ¿Qué has hecho?» (Gén 3).

• «¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí? Siguieron tras vaciedades y quedaron vacíos [...] Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jer 2,5ss).

Es el método normal para que el culpable tome conciencia de su falta y pida perdón. Como los primeros padres no reconocieron su culpa y no se arrepintieron, no pudo darse el perdón, por lo que fueron expulsados del jardín, para que comprendieran la gravedad de su falta.

El ofendido no puede decir: «No me importa, lo olvido todo, no ha pasado nada», antes de que el ofensor complete su proceso de transformación. Si el ofensor ha quebrantado sus compromisos, ha pasado algo serio. El «rib» se realiza para que el ofensor comprenda las consecuencias de su actuar y pida perdón. Solo así se pueden restablecer las relaciones rotas.

En el primer libro de Samuel se presenta un enfrentamiento entre Saúl y David. El primero es el rey y el segundo su vasallo. Además, Saúl es el suegro y David el yerno. Hay vínculo jurídico y vínculo familiar. David presenta su acusación (el rey lo persigue sin causa real, solo por sospechas y acusaciones infundadas) y presenta pruebas de su inocencia (no ha matado al rey cuando podía haberlo hecho con facilidad). Si el rey no acepta su culpa, David acudirá al juicio ante tribunal, en el que Dios será juez entre ambos: «Que el Señor juzgue entre los dos y me haga justicia» (1Sam 24,13). Pero Saúl confiesa: «Eres mejor que yo, pues tú me tratas bien, mientras que yo te trato mal» (1Sam 24,18). David acepta la petición de perdón y se reconcilian.

En el mismo libro hay un juicio en el que Dios es la parte ofendida y Samuel solo su representante: «Quiero pleitear con vosotros ante el Señor recordándoos todos los beneficios que el Señor os ha hecho a vosotros y a vuestros padres» (1Sam 12,7). El profeta recuerda que Dios siempre ha sido fiel, poniendo ante los ojos del pueblo las obras de Dios en favor de Israel al sacarlos de la esclavitud de Egipto y defenderlos de sus enemigos. Ellos han roto la alianza porque se han buscado un rey, a pesar de que Dios era su único rey y defensor. El pueblo acepta su culpa y pide perdón: «Intercede por tus servidores ante el Señor, tu Dios, para que no muramos. Pues hemos añadido a todos nuestros pecados la maldad de pedirnos un rey» (1Sam 12,19). Samuel se compromete a orar por ellos y les ofrece el perdón en nombre de Dios, advirtiéndoles de las consecuencias de sus actos para el futuro.

En ambos casos hay una acusación y un reconocimiento de la propia culpa, que en otras ocasiones toma formas muy elaboradas en celebraciones penitenciales públicas (Esd 9-10, Neh 9, Dan 3,26-45, Bar 1,15-3,8). El perdón es la respuesta final del ofendido.

La reconciliación se puede realizar con la imposición de algún castigo corrector antes de la absolución o con el perdón sin condiciones. Eso depende únicamente de la parte ofendida y acusadora. La parte ofensora (la acusada) debe aceptar las condiciones sin resistencia. El perdón no lo concede un juez, que no puede absolver al culpable, sino la parte ofendida. Veamos algunos casos de reconciliación con la imposición de un castigo previo.

En el libro de los Números se recogen las críticas de María y Aarón contra Moisés, que ofenden a Dios. Hay una acusación: «¿Cómo os habéis atrevido a hablar contra mi siervo Moisés?» (Núm 12,8). Hay un castigo, una confesión y petición de perdón: «Perdón, señor. No nos exijas cuentas del pecado que hemos cometido insensatamente» (Núm 12,11), una penitencia (María tiene que permanecer 7 días expulsada del campamento) y una reconciliación.

En el segundo libro de Samuel, el profeta Natán acusa a David de cometer adulterio con Betsabé y de matar a su marido Urías. David se arrepiente y Dios le perdona, aunque hay un castigo, ya que el hijo del adulterio debe morir (2Sam 12).

El mismo libro narra el pecado de David cuando hizo el censo de Israel, para ocupar el lugar de Dios controlando al pueblo. Hay una acusación y petición de perdón. El profeta anuncia tres castigos a David, pidiéndole que elija uno (2Sam 24).

Hay varios textos bíblicos que exponen con detalle la tercera parte del «rib», después de la acusación y de la confesión, como cuando el profeta Ezequiel anuncia a los exiliados de Babilonia, que han asumido que el destierro es un castigo por sus pecados y han pedido perdón: «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo. […] Y cuando os acordéis de vuestra conducta perversa y de vuestras malas acciones, sentiréis vergüenza por vuestras culpas y acciones detestables. […] Y sabrán que yo soy el Señor» (Ez 36,25-38). Algo parecido anuncia Isaías (Is 4-6).

Los salmos 50 y 51 hoy son independientes, con indicaciones sobre sus autores, poniendo el segundo en relación con David y el episodio de Betsabé, pero en algún momento formaron las dos partes de una liturgia penitencial, quedando un eco en la terminología usada (se repiten la mayoría de las palabras de este ámbito lingüístico en los dos) y en el hecho de que se conservan seguidos en el salterio.

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