martes, 1 de diciembre de 2020

Santa Edith Stein habla del Adviento y la Navidad


Cuando los días se hacen cada vez más cortos y en un invierno normal comienzan a caer los primeros copos de nieve, entonces surgen, tímida y calladamente, los primeros pensamientos de la Navidad. Y de la sola palabra brota un encanto, ante el cual casi ningún corazón puede resistirse.

Incluso los fieles de otras confesiones y los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para esta fiesta pensando cómo pueden ellos encender aquí o allá un rayo de felicidad. Es como si un cálido torrente de amor se desbordase sobre toda la tierra con semanas y meses de anticipación. 

Una fiesta de amor y alegría –esta es la estrella hacia la cual caminamos en los primeros meses del inverno–. Para los cristianos, y en especial para los católicos, tiene un significado mayor. La estrella los conduce hasta el pesebre donde se encuentra el Niño que trae la paz a la tierra. 

El arte cristiano lo presenta ante nuestros ojos en numerosas y tiernas imágenes, así como en viejas melodías, en las que resuena todo el encanto de la infancia.

En el corazón del que vive con la Iglesia se despierta una santa nostalgia con las campanas del «Rorate caeli desúper et nubes plúant justum» (Cielos, derramad vuestro rocío desde lo alto, y las nubes lluevan al Justo) y los demás cánticos del Adviento.

En quienes ha penetrado el inagotable manantial de la santa liturgia, palpitan día a día las exhortaciones y promesas de Isaías, el profeta de la encarnación: 
¡Caiga el rocío del cielo y que las nubes lluevan al justo!
¡El Señor está cerca, venid, adorémosle! 
¡Ven, Señor, no tardes! 
¡Alégrate, Jerusalén, exalta de gozo, porque viene tu Salvador!

Desde el 17 hasta el 24 de diciembre resuenan las solemnes antífonas «Oh» del magníficat (¡Oh Sabiduría!; ¡Oh Adonai!; ¡Oh Raíz de Jesé!; ¡Oh Llave de David!; ¡Oh Amanecer!; ¡Oh Rey de los pueblos!) , cada vez más ansiosas y fervorosas. 

Cada vez más prometedor resuena también el “He aquí que todo se ha cumplido” (el último domingo de Adviento); y finalmente: “Hoy veréis que el Señor se acerca y mañana contemplaréis su grandeza” (el día 24 en laudes).

Precisamente, cuando al atardecer se encienden las velas del árbol y se intercambian los regalos, una nostalgia de insatisfacción nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz, hasta que las campanas tocan a la Misa del Gallo y –mientras todo permanece en profundo silencio– el misterio de la Navidad se renueva sobre los altares cubiertos de flores y de luces: "Y el verbo se hizo carne". Esa es la hora de la plenitud: "Hoy los cielos se han hecho melifluos para todo el mundo".

“¡Y el Verbo se hizo carne!” He aquí la Verdad sublime del establo de Belén. Esa verdad, sin embargo, alcanzó todavía una nueva plenitud: “El que come mi carne y bebe mi sangre, ese tiene la vida eterna”. 

El Salvador, que sabe muy bien que somos hombres y que permanecemos hombres, que cada día tenemos que luchar con innumerables debilidades, viene en nuestra ayuda de manera verdaderamente divina.

Así como el cuerpo necesita del pan cotidiano, de la misma manera necesita la vida divina de un sustento duradero: “Este es el pan vivo bajado del cielo” (Jn. 6,58). Quien hace de él su pan cotidiano realiza en su persona cada día el misterio de la Nochebuena, de la encarnación del Verbo. 

Ese es el camino más seguro para alcanzar la unión duradera con Dios y para integrarse cada día más fuerte y profundamente en el Cuerpo místico de Cristo.

Tomado del libro de Edith Stein "El mensaje de la Navidad". Pueden ver aquí los datos de la editorial:

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