jueves, 9 de febrero de 2023

Jesús ante la Ley


En el Sermón de la Montaña, Jesús dice que ha venido a dar cumplimiento a la Ley de Israel y contrapone la enseñanza de Moisés a la suya. ¿Cuál es el significado de este texto evangélico que se proclama en la misa del domingo sexto del Tiempo Ordinario (ciclo "a")?


Jesús no se limita a comentar los escritos del Antiguo Testamento, como hacían los rabinos de su tiempo, sino que presenta una enseñanza original, que se enmarca en la tradición judía pero parece romper con ella y la supera en puntos fundamentales.

Para los israelitas, la Ley (que ellos llaman la Torá) es entendida como la manifestación de la voluntad de Dios, que organiza toda la existencia de los individuos y de la comunidad.

Se puede recordar que, en la época de los Macabeos, muchos prefirieron morir antes que no respetar las leyes de los padres, incluso las más pequeñas. Para los judíos, la Ley debe ser estudiada y respetada; puede ser interpretada y hasta eludida piadosamente con alguna excusa, pero nunca debe ser discutida. De hecho, la Palabra de Dios 
dice claramente, amenazando con penas severas: «No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada» (Dt 4,2). Solo los impíos se manifestaban libres frente a la Ley, lo que equivalía a no aceptar la autoridad de Dios.

El pueblo y la familia de Jesús eran profundamente religiosos. Cumplían piadosamente los preceptos de la Ley, como manifestación de su amor a Dios. Él mismo participa en el culto de las sinagogas, visita el templo de Jerusalén, paga sus impuestos religiosos... Sin embargo, en muchas cosas se manifiesta libre. Aparentemente, no respeta el sábado (cf. Mt 12,1-8) ni los ritos de pureza ritual (cf. Mc 7,2), toca leprosos y cadáveres a pesar de estar prohibido (cf. Mc 1,41), etc. 


En los evangelios, son numerosos los pasajes de controversias legales y de conflicto con los responsables judíos a causa de la observancia de algunos preceptos. Varias veces se repite la expresión: «Se os ha dicho... pero yo os digo...» (Mt 5,21-48). Y también, que Jesús «enseñaba con autoridad propia, no como los escribas y fariseos» (Mc 1,22), hasta el punto de que la gente se preguntaba: «¿Qué es esto? Esta doctrina es nueva» (Mc 1,27). Antiguamente, los profetas hablaban en nombre de Yavé. En tiempos de Jesús, los sabios comentaban las enseñanzas de Moisés y de los profetas. Pero Jesús no se dedica a comentar lo que otros han escrito y habla en nombre propio.

Jesús justifica sus libertades: el sábado es para el hombre (Mc 2,27-28) y debe ser una escuela de misericordia (Mt 12,7), igual que la norma del diezmo (Mt 23,23); la pureza ritual debe dejar paso a la pureza de intenciones, según el décimo mandamiento (Mc 7,15; Mt 15,11)... Su «Amén, amén, os digo...» (que traducimos por «En verdad, en verdad os digo») no es la libertad del impío, sino una exigencia más profunda y radical, que invita a cumplir siempre la voluntad de Dios, a ser perfectos como Dios (cf. Mt 5,48) y misericordiosos como el Padre del cielo (cf. Lc 6,36), a amar como él mismo ama (cf. Jn 13,34).

En principio, Jesús repite lo que podía enseñar cualquier otro rabino: el sentido más profundo de la Ley es manifestar al hombre la voluntad de Dios. Pero añade que aquella no puede ser encerrada en una normativa, ya que la vida avanza más rápidamente que la casuística; por lo que no basta con la observancia de unas normas para cumplir la voluntad de Dios: hay que comprometer la conciencia para cumplir el espíritu de la Ley

Además, la palabra de Moisés no puede estar por encima de la voluntad de Dios, sino que es una adaptación a las circunstancias de su momento. Por eso, no basta con no matar: tampoco hay que insultar ni despreciar a nadie (cf. Mt 5,21ss); no basta con no cometer adulterio: hay que purificar incluso los deseos (cf. Mt 5,27ss). Las normas están bien, pero no son suficientes. Deben adaptarse en cada situación, para que se cumpla la voluntad de Dios siempre y en todo.

Solo desde aquí se entiende su afirmación: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley» (Mt 5,17-18). 

Poco después, Jesús dice que el verdadero cumplimiento de la Ley consiste en ser perfectos (Mt 5,48), tal como manda la Torá (cf. Lev 11,44; 19,2). Estas palabras se iluminan con las que Jesús dirige al joven rico, cuando este le pregunta qué tiene que hacer para ser perfecto: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y sígueme» (Mt 19,21). 

La perfección que pide la Ley se ha transformado en escuchar y seguir a Jesús. Él es el verdadero sentido de la Ley de Dios, la cual lo anunciaba y preparaba su manifestación. Por eso, afirma Jesús: «Si creyerais a Moisés me creeríais a mí, porque él ha escrito de mí» (Jn 5,46).

En último término, Jesús no cambia unas leyes imperfectas por otras mejores. Revela el sentido de la Ley, invitando a cumplir siempre la voluntad de Dios, que es lo mejor para el hombre. Pero también desautoriza la función salvadora de la Ley. Quiere que hagamos el bien, pero no para tener derechos ante Dios, sino solo porque sabemos que él quiere lo mejor para nosotros y nos fiamos de su palabra. Por lo tanto, si hacemos lo que nos enseña seremos felices. 

No tenemos que hacer cosas para salvarnos. La salvación es tan valiosa que no puede ser comprada ni merecida, por muchas cosas que hagamos (san Pablo dirá que cuesta tanto, que ha sido comprada al precio de la sangre de Cristo). Por eso Dios la ofrece gratis y la tenemos que recibir como un don. Eso no significa que se nos otorgue automáticamente, ya que puede ser acogida y puede ser rechazada.

Los discípulos son conscientes de que Jesús desautoriza el papel salvador de la Ley, la posibilidad del hombre de salvarse a sí mismo con su conducta, por eso le preguntan: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» Y Jesús responde: «Nadie. Para el hombre es imposible, pero no para Dios» (Mc 10,27). Este es el motivo por el que san Pablo dice que la Ley sirvió como pedagogo (Gal 3,24) que nos preparaba a entender que solo Dios nos salva en Jesús. 

Lo más importante no es hacer cosas (aunque sean buenas), sino adquirir los mismos sentimientos de Cristo, vivir de su vida. En realidad, a la Ley antigua no se oponen unas leyes nuevas, sino la Gracia, Jesús mismo, la adhesión a su persona. Por eso Jesús vincula la suerte de los hombres a su postura frente a él (Mt 5,11; Mc 10,29; Jn 3,16-18), ya que acogerlo y seguirle a él es acoger la salvación. Por su parte, san Pablo resume la vida cristiana en el vivir en Cristo (cf. Gál 2,20), llegando a afirmar que él «ha anulado la Ley con sus preceptos y normas, creando, en sí mismo, una nueva humanidad» (Ef 2,15).

Esto no significa que los cristianos no tengan que esforzarse por hacer el bien. Al contrario, deben hacer todo lo posible por parecerse a Jesús, colaborando con él en su proyecto de salvación. Pero no deben creerse mejores que los demás por hacer cosas buenas. Siempre tendrán que reconocer: «Somos siervos inútiles. Solo hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). 

Por último, tampoco deben desanimarse cuando no consiguen hacer todas las cosas bien; cuando, a pesar de sus deseos y de sus esfuerzos, fallan en sus buenos propósitos: la misericordia de Cristo es más grande que sus faltas, y la salvación viene de él, no de las propias obras (por muy buenas que sean). Como decíamos más arriba, nosotros «somos siervos inútiles», simples colaboradores.

Soy consciente de que la entrada de hoy es muy larga, pero el tema me parece tan importante, que se lo merece... Dios nos conceda vivir en paz en su servicio. Amén.

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