martes, 17 de octubre de 2023

Reflexión sobre la falta de vocaciones religiosas


Esta hermosa imagen otoñal de «la dehesa» (el principal parque urbano de Soria) me sirve para ilustrar mi reflexión de hoy.

Tengo 57 años y soy el más joven de mi comunidad. Los otros cuatro frailes con los que convivo son mejores que yo: austeros, orantes y serviciales; pero esa es otra historia. 

Desde que entré en la vida religiosa, hace casi 40 años, han fallecido muchos hermanos, han disminuido las vocaciones y hemos tenido que cerrar muchos conventos. Hoy somos menos y más ancianos que entonces. Las comunidades más numerosas no son las de formación, sino las enfermerías. Es duro reconocerlo, pero es la verdad.

Hay quienes afirman que esta falta de vocaciones se debe a que las congregaciones se han secularizado, han abandonado sus signos de identidad y cosas por el estilo. Yo estoy convencido de que esas no son las causas. De hecho, las hermanitas de los ancianos desamparados y los cartujos nunca han dejado de usar el hábito ni sus formas tradicionales de vivir, pero tienen tan pocas vocaciones como los demás. 

El mismo problema enfrentan la mayoría de los seminarios diocesanos occidentales, comenzando por el de Roma, la diócesis del papa.

La verdad es que hoy es difícil encontrar personas que quieran consagrarse a tiempo completo y para toda la vida a servir al Señor, renunciando a sus proyectos personales, dispuestas a marchar donde la gloria de Dios las envíe. No afirmo que ya no queden personas dispuestas a hacerlo o que en el futuro no las habrá. Solo digo que es algo minoritario.

En otros momentos de la historia, ser sacerdote o religioso tenía un prestigio social que hoy ha desaparecido. En nuestros días, quienes se consagran al Señor son conscientes de que optan por algo que no está de moda y no saben qué futuro les espera. 

A pesar de todo, es maravilloso saber que hemos entregado la vida a Cristo y confiar en que él realizará su obra en nosotros (cómo y cuándo, solo él lo sabe). Con santa Teresita, muchos repetimos cada día: «No me arrepiento de haberme entregado al amor».

La mayoría de los sacerdotes, frailes y religiosas que conozco son personas vocacionadas, que viven con ilusión y gozo su consagración, entregados con generosidad a las tareas que les encomiendan.

Es cierto que entre nosotros hay algunas personas «avinagradas», que siempre culpan a los demás de sus descontentos, pero también hay otras admirables, orantes, serviciales e incluso santas. Es fácil criticar a las primeras, pero sería mejor que imitáramos a las segundas.

La crisis vocacional es un problema que afecta seriamente a todos los países occidentales y ya empieza a notarse también en los otros. Esta situación nos obliga a repensar todo lo relacionado con los ministerios y las formas de consagración en la Iglesia. 

Intuyo que no desaparecerán los ministerios al servicio de la comunidad ni las vocaciones de especial consagración, pero serán aún más minoritarios que en nuestros días y distintos a como hoy los conocemos.

Nos encontramos en una sociedad que cambia con rapidez (algunas cosas para bien y otras para mal). No es la primera vez ni será la última que acontece un cambio de época. Hasta ahora, la Iglesia siempre se ha adaptado (con más o menos dificultades) y ha sobrevivido en cada etapa de la historia. Así será también en el futuro, porque Cristo nos aseguró que el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia (cf. Mt 16,18).

La vida da muchas vueltas y hay quienes piensan que -antes o después- las cosas volverán a ser como antes.

Yo pienso que las instituciones, prácticas y costumbres del pasado no volverán, sino que surgirán otras nuevas, que hoy no podemos imaginar con claridad.

Personalmente, doy gracias a Dios por todo lo que he recibido hasta ahora de la vida consagrada, por la gran labor evangelizadora, cultural y caritativa que han realizado las órdenes y congregaciones tradicionales hasta el momento. Pero soy consciente de que muchas de esas obras y presencias desaparecerán en un futuro próximo.

Al mismo tiempo, quiero recordar siempre la promesa de Jesús: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). El gran reto de los cristianos de esta generación es descubrir esa presencia amorosa del Señor en el complejo presente que nos ha tocado vivir.

Además, el Señor siempre alabó a los pequeños y a los débiles, afirmando que son los preferidos de Dios. Y enseñó que podemos ser bienaventurados, felices, también cuando estamos enfermos, cuando lloramos, cuando no terminamos de entender lo que sucede a nuestro alrededor. Por lo tanto, lo que estamos viviendo no es tan malo a la luz del evangelio

Por otro lado, aunque disminuyen las vocaciones de especial consagración, hay muchos cristianos generosos que se forman, colaboran con las actividades de la Iglesia (catequesis, grupos de liturgia, equipos de evangelización...) y hacen voluntariado en distintas realidades (cáritas, visitadores de enfermos, banco de alimentos...)

Un error muy común es pensar que ellos tienen que ocupar los huecos que nosotros dejamos y que echamos mano de ellos solo porque los necesitamos. 

Recordemos que la Iglesia es tanto de los seglares como de los sacerdotes y consagrados. Todos somos responsables de la evangelización y los laicos tienen que encontrar su manera de servir a Cristo y a los hermanos desde su propia vocación, porque es algo que les pertenece por naturaleza, no porque los clérigos les hagamos esa concesión.

En realidad, no nos encontramos ante una crisis de la vida religiosa o del estado clerical, estamos ante una crisis de la Iglesia. Orar y trabajar para encontrar la manera de encarnar el evangelio «aquí y ahora» es algo que nos concierne a todos.

Podemos decir que -como institución- en Occidente estamos viviendo un otoño, que se prolongará todo el tiempo que Dios quiera. Esta es una estación bella y fecunda, pero anuncia el fin de una época llena de frutos (el verano) y la llegada de otra, de aparente esterilidad (el invierno).

Las hojas que ahora caen de los árboles serán abono para que surjan otras nuevas en la primavera. Vivamos la belleza del otoño y no dejemos de confiar en el Señor, que es el único que puede sacar bienes incluso de los males, tal como enseña san Juan de la Cruz.

Soria, 17 de octubre de 2023. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

No hay comentarios:

Publicar un comentario