viernes, 30 de noviembre de 2018
Origen e identidad de los carmelitas descalzos
Mensaje del P. Saverio Cannistrà, ocd, Prepósito General, con motivo del 450º aniversario de la fundación de los carmelitas descalzos en Duruelo.
El 28 de noviembre de 2018 se cumplieron 450 años del comienzo de la vida de los carmelitas descalzos en su primera comunidad: Duruelo.
Como sabemos, la fundación duró muy poco (ya que un año después se trasladó a Mancera y más adelante a Ávila) y puede ser considerada como un primer intento de establecer una vida carmelitano-teresiana masculina, necesitado todavía de muchas correcciones y ajustes.
En este sentido, no podemos poner al mismo nivel la fundación del monasterio de San José de Ávila, planta robusta bien enraizada desde el inicio, con el pequeño brote de Duruelo, en busca de una identidad y un terreno propicio para su crecimiento.
La historia de los carmelitas descalzos nace –y quizás así permanece siempre– caracterizada por la provisionalidad y de la inquietud: somos exiliados, en camino hacia una patria que no se encuentra a nuestras espaldas, sino más bien delante de nosotros.
Reconozcámoslo: no es fácil vivir en constante tensión, no es fácil atravesar el desierto con todos sus obstáculos, peligros y tentaciones, guiados solamente por la promesa de una tierra en la cual podremos habitar de modo estable.
Sin embargo, al decir estas palabras, nace en mi espíritu una especie de consuelo: ¿No es precisamente esta la experiencia de nuestro padre y hermano fray Juan de la Cruz?
Si es cierto que no podemos contar con un lugar y una historia “encantada”, no nos falta, sin embargo, un alma, un rostro, un carisma en el cual reencontrarnos y asentarnos.
Me atrevo a decir que la historia de los carmelitas descalzos no es tanto la que se puede reconstruir a partir de los documentos y de los archivos, cuanto aquella que cada hijo de santa Teresa emprende saliendo en la noche, sin otra luz que aquella que le arde en el corazón, hacia el objeto del deseo o, mejor, atraído por la fuerza de Aquel que lo desea y lo espera.
Es la historia de una “dichosa ventura”, en la cual se gana más cuanto más se pierde; cuanto más uno se aleja, tanto más se acerca; cuanto menos se es protagonista, tanto más se participa en el protagonismo del Espíritu de Dios en la historia.
No debería maravillarnos que en los orígenes de los carmelitas descalzos no encontremos otra cosa que un punto sobre un mapa en un gran espacio vacío, una nada que dice que aquello que cuenta no se encuentra allí. Por eso no tiene sentido detenerse, es necesario continuar caminando, buscando, interrogando e interrogándose.
Este es el esfuerzo que lleva consigo ser carmelitas descalzos y esta es nuestra verdadera y profunda descalcez. ¡Y cuantos riesgos se esconden en ella!
Como al pueblo de Israel en el desierto, el camino nos pesa, deseamos ser como los otros pueblos, con sus tranquilizantes divinidades, tenemos nostalgia del Egipto del cual hemos salido, nos rebelamos contra quienes nos guían, despreciamos los dones con los que el Padre nos sostiene en el camino y, finalmente, tenemos miedo de entrar en la tierra prometida.
¿Quién puede continuar en este éxodo? Solo quien se ha encontrado con el Dios vivo, solo quien ha hecho la experiencia del fuego que no se consume, de la “llama de amor viva”.
En el origen de nuestro camino no hay muros ni estructuras: hay una llama que brilla en la noche. Era la llama que ardía en el corazón de Teresa y que se encendió también en el corazón de Juan en aquel bendito encuentro en el monasterio de Medina.
Fue allí donde se concibió nuestro modo de ser carmelitas, fiel a la historia del carmelo, pero también en modo diverso a como habíamos sido hasta entonces.
Teresa, después de cinco años de vida feliz en la comunidad de San José de Ávila, siente su corazón dilatarse, escucha la voz del Señor que le dice: “Espera un poco y verás grandes cosas” (F 1,7-8).
Sin que ella lo quiera, ya el Espíritu la está lanzando al mar espacioso de la Iglesia universal. Y el pequeño, jovencísimo fray Juan, se deja envolver en esta aventura, acepta el riesgo de una novedad que humanamente debía parecerle bastante frágil e insegura. No obstante, no se deja intimidar por las valoraciones humanas y los cálculos racionales: se fía de la palabra de Dios que siente resonar en la voz de una mujer experta y apasionada.
De este modo, empiezan a caminar juntos. Esta es la otra condición para poder afrontar el camino hacia la tierra prometida: recorrerlo juntos.
Quizás, si todavía hoy, 450 años después de Duruelo, la meta nos resulta lejana, es porque hemos caminado en modo demasiado solitario, permitidme decirlo: demasiado masculino y demasiado clerical.
Teresa debió presentir este riesgo y por ello quiso conducir consigo a fray Juan a Valladolid, para que experimentase el estilo de fraternidad propio de sus comunidades.
Juan lo vio y, estoy convencido, lo comprendió y lo hizo suyo. Pero ¿consiguió transmitirlo también a sus hermanos? Los tiempos no eran fáciles, como nos enseña la historia.
Hoy, sin embargo, en medio de tantas dificultades, de tantas debilidades y fragilidades, tenemos una gran oportunidad. Hoy, después de tantos fracasos históricos y eclesiales y de tanta experiencia de gracia, nos es dado recomenzar no desde la fuerza, sino desde la debilidad, no desde la potencia, sino desde la impotencia
¡Bendita nuestra debilidad y nuestra impotencia si gracias a ellas renunciamos a nuestra autosuficiencia y nos abandonamos en las manos de los hermanos!
Si cesamos de defendernos los unos de los otros, si comenzamos a hablarnos y a conocernos, entonces llegaremos a la meta, esa meta que Duruelo nos señala como una flecha, como una indicación que orienta en el camino.
Desde allí empezamos de nuevo, con el único equipaje que necesitamos para el camino: ser hermanos, ser descalzos, tener como hermana a la Virgen María.
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