martes, 23 de octubre de 2018

Padre Federico Trinchero, misionero en Centro África


Les propongo una hermosa reflexión del padre Federico Trinchero, carmelita descalzo misionero en la república Centroafricana, del que he recogido textos en este blog en varias ocasiones. Pidamos al Señor que lo llene de sus dones.

He cumplido cuarenta años, de los que veinte como carmelita descalzo, la mayoría de ellos en la República Centroafricana. 

Parece que la crisis de los cuarenta años no perdona ni siquiera a los frailes y que la necesidad de paternidad, también para quien ha elegido libremente no tener hijos, se hace fuerte. 

Un amigo franciscano me ha dicho que esta crisis se puede solucionar de cuatro modos: Hay quien busca tener verdaderamente hijos, quien escribe libros, quien construye iglesias o cosas parecidas, y quien descubre toda la belleza y la responsabilidad de la paternidad espiritual. Pienso que la última es la mejor solución.

Por lo que respecta a los hijos, puedo decir que he estado muy cerca, cuando en el convento de Bangui, durante la guerra, nacían niños casi a decenas entre los miles de refugiados que teníamos acogidos. Yo mismo asistí a varios partos, a falta de médicos o enfermeros.

Libros no he escrito, aunque de vez en cuando envío crónicas desde la misión, contando nuestra aventuras. 

He hecho algunas construcciones y me agradaría mucho construir una iglesia grande en Bangui, porque nuestras abarrotadas celebraciones dominicales tienen lugar bajo un hangar con un tejado de láminas y un suelo de tierra apisonada.

En cuanto a la paternidad espiritual, el Señor ha superado toda previsión mía, regalándome la alegría y la oportunidad de acompañar los primeros pasos en el camino religioso a decenas de jóvenes africanos. 

Poner en el mundo un fraile es tan bello y complicado como poner en el mundo un hombre. Y, si permitís la confrontación audaz, poner en el mundo un fraile es un poco como fabricar un ladrillo.

En efecto, todo fraile es el encuentro entre la tierra del propio entusiasmo y de las propias fragilidades, y la arena de los sueños y de la misericordia de Dios. Luego se necesita el cemento de la compañía de los hermanos, sin olvidar el agua de vuestra generosa amistad y de vuestras oraciones. Después el compuesto se compacta –con moderación, pero también con determinación– entres los dos pistones del Evangelio y la Regla. 

Al jefe de obra le corresponden el honor y las cargas de vigilar –con el propio ejemplo, sentido común y mucha paciencia– para que las dosis no se estropeen y para que no falte ningún ingrediente. Con el conocimiento de que el ladrillo –quería decir el fraile– no le pertenece. 

La única diferencia es que para fabricar un ladrillo basta una semana, mientras que para hacer un fraile no es suficiente una vida. Y si los ladrillos son todos iguales, los frailes son muy diferentes los unos de los otros. 

Para mí y mis hermanos misioneros, antiguos y nuevos, es una alegría y una gran responsabilidad ser los cimientos en la construcción –día tras día, ladrillo tras ladrillo, fraile tras fraile– de este pequeño Carmelo, en esta joven Iglesia, en este gran país de Centro África.

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