El medio privilegiado para relacionarnos con Cristo es la oración. Y hemos de practicarla con insistencia, aunque nos cueste trabajo. Si no lo hacemos, no tenemos excusa posible, por mucho que queramos engañarnos a nosotros mismos, diciendo que no tenemos tiempo o que hay otras cosas más urgentes. Para la higiene personal o para acudir al médico encontramos siempre el tiempo necesario.
Cuando decimos que no tenemos tiempo para orar, deberíamos reorganizar nuestras vidas, porque eso significa que nuestro tiempo está mal repartido. Claro que, para hacerlo, debemos tener claro que la relación con Dios es algo no solo importante, sino esencial en nuestra vida, absolutamente «prioritario».
Puede ser oportuno recordar aquí que Miguel de Unamuno afirmaba que «todos llevamos en el sótano un ateo». De manera más o menos consciente, en cada ser humano se repite la tentación de los primeros padres: nos escondemos de Dios porque pensamos que no lo necesitamos, que nos bastamos a nosotros mismos, que con nuestras obras y conocimientos podemos dar sentido a nuestra existencia sin depender de nadie.
Por el contrario, la oración es el reconocimiento humilde de que necesitamos a Dios, por lo que ponemos nuestras vidas en sus manos y le pedimos que nos trate con misericordia.
En la religión sucede como en la vida de cada persona: De niños confiamos ciegamente en nuestros padres, de adolescentes queremos afirmar nuestra personalidad y pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, de adultos sabemos reconocer nuestras limitaciones y aceptamos el consejo de quienes saben más que nosotros.
Así pasamos de una religiosidad heredada (infancia) a una crisis de confianza en unas verdades y estructuras que nos parecen caducas (adolescencia) hasta que hacemos experiencia de nuestras limitaciones y del amor de Dios, que no nos abandona a pesar de ellas y que no es oprimente, sino liberador (madurez). Entonces queremos mantener una relación amistosa con este Dios amigo. Eso es la oración.
Por supuesto que, a medida que nos relacionamos con el Dios amigo de la vida, tenemos que hacer un esfuerzo para parecernos a él, revistiéndonos de sus sentimientos hacia nuestro prójimo y hacia todas las criaturas, buscando amar a los demás como Jesús nos ama y siendo misericordiosos como el Padre del cielo es misericordioso.
De hecho, santa Teresa de Jesús enseñaba que la autenticidad de nuestra oración se manifiesta en si nuestra vida mejora al practicarla. Es lo mismo que afirmaba Jesús cuando decía que no basta con decir «Señor, Señor» para entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 7,21ss).
Esta es la dimensión práctica de la fe cristiana, que nos recuerda que el amor a Dios y el amor al prójimo deben ir siempre de la mano (cf. Mt 22,35-40).
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