jueves, 16 de noviembre de 2017
Confieso que me enamoré...
No os asustéis. Tal vez no es el mejor momento para empezar un comentario abierto haciendo una confesión de este tipo, siendo yo fraile. Pero no tengo más remedio que confesar que me he sentido seducido por la mirada de Dios. Una mirada que me rescató de mi propio afán de cumplir expectativas.
Era el tiempo en que uno vivía permanentemente en la comparación de otros. Todavía recuerdo vivamente el nombre y los dos apellidos de los más brillantes compañeros de clase y de los que mejor jugaban al fútbol... Yo los miré siempre de lejos, con una envidia no disimulada, asumiendo mal mi mediocridad.
Hoy tengo que confesar que su ternura y su paciencia conmigo hicieron algo que todavía hoy me conmueve, cuando tengo la clara tentación de admitir los fantasmas de la competencia, cuando me miro en el espejo de otros sin aceptar con gozo y con humor mis pobrezas y mis pequeñas virtudes.
Su ternura alzó mi barbilla y me dijo: Mira delante... no te quedes en tus propias torpezas, que anidará en ti la amargura. Yo amo a los que son capaces de perdonarse y de nacer. Poco a poco la sensación de una mirada dentro de mí fue dando paso a otra manera de sanear mis agobios y días grises...
Confieso que algo fue ocurriendo lentamente en esos lugares donde se teje la confianza o anida el recelo. Y caigo en la cuenta de que esa mirada es como una permanente voz diciéndome: Seguirás perdiendo el sentido (un poco loco sí que estoy) y seguirás cayendo, pero te pido solo que seas suficientemente humilde para dejarte recoger.
Esta convicción me sigue conmoviendo y, desde entonces, siento que el peso de la vida no descansa en mis espaldas, que no me pide que sea fuerte, que sea perfecto, que tenga la respuesta adecuada... Solo me pide creer que mi vida le importa, que no voy ni vamos a la deriva, que de todo fracaso, de todo dolor, de toda decepción y vacío... me recogerá su mano...
Él infundió en mí la convicción de que es imposible contentar a los hombres, y por eso es tan importante querer y amar sin esperar, entregar y dejar que brote la semilla que él quiera.
Confieso que he sido seducido por un Dios que teje con mis pecados y mis pobrezas el deseo de seguir buscando su rostro.
Hace ya tiempo que uno de los faros y de las alegrías que mueve mi historia son aquellos versos de Juan de la Cruz:
Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré los fuertes y fronteras.
Confieso que sigo buscando mi amor... y reconozco de manera especial la ternura de ese amor (de Dios y sus guiños) en la vida de muchas personas que él me ha ido regalando.
Mientras voy de camino, me dejo seducir por la brisa de Dios hecha cercanía en aquellos que ahora pintan de colorines mi vida, en tantas ocasiones quebrada y perdida... mi amiga, mi hermano, mi madre, un abuelillo... todo en UN MISMO AMOR... solo uno.
Seguiría confesando algunas cosas, pero dejaré algo para otros días... ¡Ojalá se os regale a todos esa mirada y esa ternura, que ponga en pie vuestra vida y pinte de colores los rincones grises de esta preciosa aventura que es vivir...!
Texto tomado del libro Amar no es acertar… Espiritualidad para náufragos, del padre Miguel Márquez Calle, o.c.d. Pueden adquirirlo aquí.
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