miércoles, 18 de octubre de 2017
Las épocas históricas
El primer gran cambio epocal (y el más importante de todos hasta el presente) fue hace unos 10.000 años, con el paso del «paleolítico» (sociedad nómada de cazadores y recolectores) al «neolítico» (sociedad sedentaria de agricultores y ganaderos). La invención de la alfarería permitió conservar alimentos y cocinarlos, lo que aceleró el desarrollo intelectual del Homo sapiens, la diversificación laboral y, en definitiva, el surgimiento de la cultura. A partir de aquí me centro en las grandes etapas de la civilización occidental.
La llamada «Edad antigua» se prolonga desde el 3.500 a.C. al siglo V d.C. podemos colocar su inicio en la invención de la escritura y su final en la invasión de los bárbaros y la caída del Imperio romano.
Al largo período que va del siglo V al XV se le denomina «Edad media», aunque podemos dividirlo en dos: la alta Edad media, caracterizada por una cultura rural de subsistencia, y la baja Edad media, que se desarrolla desde el siglo XIII, con el resurgir de las ciudades y el nacimiento de los gremios de artesanos y comerciantes, así como de las universidades catedralicias.
La «Edad moderna» se prolongó desde el siglo XVI al XVIII. La imprenta permitió una difusión cada vez mayor de la cultura, las ciencias se afianzaron y reclamaron su autonomía, mejoraron las comunicaciones entre los pueblos (e incluso entre los continentes), se pasó progresivamente del sistema feudal al del estado-nación. Es la época del Antiguo régimen, del absolutismo monárquico, en el que los reyes invocaban un supuesto derecho divino a gobernar sobre los tres estados (los nobles, el clero y el pueblo).
La «Edad contemporánea» comenzó a surgir con las ideas ilustradas, que fraguaron en la guerra de independencia de Estados Unidos (1775-1783) y en la revolución francesa (1789-1799). El congreso de Viena (1815) y Napoleón II (1852-1870) intentaron dar por superada la revolución con un proyecto restauracionista, que suponía el regreso al régimen anterior. Sin embargo, las ideas liberales terminaron imponiéndose en Europa y América, y surgió una sociedad nueva, caracterizada por la división de los poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial), la garantía de la libertad individual (de pensamiento, de culto, de asociación…), la igualdad teórica de todos los ciudadanos ante la ley, la expresión de la soberanía popular mediante el sufragio (progresivamente ampliado hasta convertirse en universal). A mediados del s. XIX, a las distintas revoluciones sociales se unió la «revolución industrial», que transformó el sistema de producción de los bienes de consumo y generalizó la posibilidad de adquirirlos, generando el sistema capitalista. Esto provocó las mayores transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de la historia de la humanidad desde el neolítico. Como es natural, también cambiaron las relaciones humanas y la comprensión que el ser humano tenía de sí. Estos elementos desembocaron en el reconocimiento general de los derechos individuales y en la progresiva implantación del «Estado del bienestar» (el Estado se compromete a proveer de los servicios educativos, sanitarios, sociales y asistenciales a la totalidad de los habitantes de un país). En este mundo hemos nacido y crecido nosotros, aunque en nuestros días se está desvaneciendo.
En los últimos años hemos pasado de una sociedad industrial a otra de servicios, basada principalmente en el desarrollo tecnológico y en las nuevas tecnologías de la información, que han transformado radicalmente el sistema de aprendizaje, las relaciones laborales y sociales, el ocio y –en definitiva, una vez más– nuestra comprensión del mundo y del ser humano. La sociedad que está surgiendo es llamada «posmoderna», «posindustrial», «de la información», «globalizada» e incluso «de la posverdad». También es denominada sociedad «líquida», por la dificultad de señalar sus contornos y de definir sus características. Una de sus notas principales es el «pensamiento débil», por la incapacidad que tenemos de procesar el exceso de información que recibimos y el desinterés mayoritario por las preguntas trascendentes.
La posmodernidad es una época de «desencanto», en la que se ha renunciado a las utopías y a la idea de progreso de conjunto, apostando únicamente por el progreso individual. Han desaparecido las grandes figuras carismáticas, que han sido sustituidas por una infinidad de pequeños ídolos (cada uno en un campo específico de la vida: política, deportes, espectáculos, etc.), que duran hasta que surgen otros más nuevos y atractivos. Además, se ha perdido el sentido de la historia, al restarse importancia al pasado y al futuro y centrarse todo en el disfrute inmediato. La autoridad ha entrado en crisis, se desconfía de las instituciones, predominan el relativismo y el subjetivismo. Por último las realidades que nuestros antepasados consideraban «sólidas» o estables, como el trabajo y el matrimonio para toda la vida, se han desvanecido, dando paso a un mundo precario, provisional, ansioso de novedades y, con frecuencia, agotador. La continua inestabilidad laboral, social y emocional está teniendo efectos devastadores sobre muchas personas que se sienten inseguras, insatisfechas, decepcionadas y deprimidas.
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