jueves, 19 de octubre de 2017

La "autoridad" y el "poder"


Como muchos de ustedes saben, los romanos diferenciaban entre la «auctoritas» (el saber socialmente aceptado, por el que la sociedad reconocía a algunas personas e instituciones la capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión) y la «potestas» (el poder socialmente reconocido, con la capacidad coercitiva de ejecutarlo). 

Por ejemplo: La «potestas» era ejercida por los magistrados; pero antes de hacer una ley o de aplicar un castigo tenían que escuchar al senado, que tenía la «auctoritas». Esta provenía del pertenecer a un grupo social determinado (los patricios), de un conocimiento ampliamente demostrado (los filósofos) o por delegación del emperador.

Durante el Antiguo Régimen fue común el recurso a la «autoridad» de algunos pensadores (especialmente de Aristóteles) e instituciones (como el papado, por lo que se decía: Roma locuta, causa finita). Esto se mantuvo inalterado hasta el surgimiento de las sociedades democráticas y, en el caso de la Iglesia, hasta tiempos más recientes.

A estas (y otras) instituciones se las reconocía la «legitimidad»; es decir, la autoridad necesaria para dar normas y para ser obedecidas sin necesidad de recurrir a la coacción. Esto significa que una persona o institución con «autoridad» era obedecida sin que tuviera que usar un «poder» e incluso sin tenerlo. 

Cuando la «autoridad» tenía que echar mano del «poder» es porque había perdido la «legitimidad» (como en el caso de la Inquisición, que no convencía a la población, aunque era obedecida porque se servía del brazo secular para imponer sus decisiones o perseguir a quienes no las cumplían).

Con el surgimiento de los Estados modernos y de los nuevos estudios científicos y filosóficos, ya no se reconocieron la autoridad y la legitimidad a las personas o grupos que las detentaban tradicionalmente, sino a aquellas que basaban su discurso en la razón y en la experimentación, o a las que recibían su poder por delegación del pueblo.

En los últimos tiempos, sin embargo, también se han roto estas relaciones, ya que el exacerbado individualismo mira toda autoridad como una coacción externa a la inclinación natural. Además, subraya el valor de la autonomía del individuo, que ha terminado por ser la principal norma de comportamiento (y, muchas veces, la única). 

Incluso la Constitución y las leyes (que hasta ahora se suponían fruto del acuerdo de una sociedad para conservarse a sí misma) en nuestros días son continuamente cuestionadas porque han dejado de ser consideradas «autoridades» a las que ofrecer una obediencia voluntaria y solo son acatadas «por imperativo legal» incluso en el momento en que algunos representantes del pueblo asumen un poder.

Estos temas comenzaron a ser estudiados a mediados del siglo XX por la periodista, filósofa y politóloga Hannah Arendt, que denunciaba el lamentable estado de la ciencia política contemporánea, que ya no es capaz de distinguir entre las palabras poder, autoridad o fuerza, ya que estos son «conceptos que se han esfumado del mundo moderno» porque sus contenidos comenzaban a estar en crisis. De hecho, tiene una obra clásica titulada «What was authority?». Lo que algunos clarividentes preveían, hoy es una realidad incuestionable.

Mañana, si Dios quiere, hablaremos de la crisis contemporánea de la autoridad.

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