jueves, 19 de enero de 2017

El sábado judío, promesa de vida eterna


Los días pasados hemos hablado del sábado como memoria semanal de la creación y de la liberación de la esclavitud. Hoy continuamos nuestra reflexión hablando del sábado judío entendido como promesa de vida eterna.

Como hemos visto, tanto la memoria de la creación como la de la liberación anuncian la plena comunión con Dios en el descanso futuro. El sábado sirve para pregustar el fin de los trabajos y sufrimientos de la vida presente, el ingreso en el descanso definitivo (Cf. Heb 4,8-11). Es anticipo y promesa de esa realidad futura. 

Esto se comprende mejor si recordamos la legislación sobre el año jubilar, en el que se recuperan la libertad y las propiedades que el paso del tiempo ha alienado (Cf. Lev 25). 

El sábado recuerda el proyecto creador de Dios, que ha dado la tierra a los hombres y los invita a participar en su descanso. También recuerda la liberación de la esclavitud, anunciando la sociedad de iguales que Dios desea. 

El año «sabático», que toma nombre de su relación con el sábado, muestra claramente el destino del hombre y de la creación en el proyecto de Dios: la igualdad fraterna de todos en un mundo donde se reconoce a Dios como único Señor. 

De hecho, la Biblia interpreta el exilio en Babilonia como consecuencia de la no observancia del sábado y del año jubilar, del rechazo del hombre a tener una relación correcta con las criaturas y con Dios (cf. 2Cró 36,21). 

El sábado dice que el hombre solo puede vivir en plenitud si se reconoce criatura dependiente del Creador.


El sábado llegó a convertirse en el principal distintivo de Israel ante los otros pueblos (el otro signo distintivo, la circuncisión, quedaba entre el hombre y Dios). Los judíos eran conocidos como los que descansaban el sábado, aunque perdieran por ello negocios importantes. 

Para preservar su sacralidad, lo rodearon de numerosas prescripciones, detallando todo lo que se puede hacer y lo que no. Por eso, su observancia terminó siendo algo mortificante. 

Con el paso del tiempo, el pueblo dio más importancia a las actividades prohibidas que a la relación personal con Dios. 

Jesús denunció esa desviación y defendió el sentido original del sábado, afirmando que «el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27) y que «el hombre es señor del sábado» (Mt 12,8; Lc 6,5).

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