miércoles, 21 de diciembre de 2016

Primeras reflexiones sobre la encarnación


Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como «Kyrios» (traducción del «Adonai» hebreo, que era la forma de nombrar a Dios). No ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo.

Con el pasar del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos, profundizando en la verdad revelada. 

Ya en el siglo I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso fueron llamados «docetas». 

Los apóstoles reaccionaron con energía contra estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo (cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3).

La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss).

Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque él mismo escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el «Logos» de Dios ha asumido nuestra «sarx», nuestra realidad concreta, débil y limitada.

También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos adoptivos de Dios» (Gál 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en él, les hace hijos de Dios (cf. Jn 1,12ss).

Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia, aquellos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero también como clave de comprensión. 

Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de Jesús había sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II surgió el «adopcionismo», que sostenía que Cristo (el Hijo eterno de Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre histórico y concreto) y se había aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando fue bautizado en el Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el cuerpo humano de Jesús, que abandonó en el momento en que Este fue crucificado. En resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero el que nació de María y murió en la cruz fue el hombre Jesús.

Por el contrario, viendo en la encarnación el fundamento de la redención, «los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo» . Por eso confiesan unánimes que Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios, nacido de María Virgen. Él, asumiendo nuestra condición, vivió una vida en todo igual a la nuestra (excepto en el pecado), sin dejar de ser Dios. 

Lo recuerda Melitón de Sardes († 180 ca.) en su homilía pascual, donde pone en relación la encarnación y la Pascua, al afirmar que el Hijo de Dios vino del cielo a la tierra en beneficio de los hombres, para salvarlos de la situación doliente en que los había dejado el pecado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro». 

Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición […]. Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento». 

San Atanasio († 373) insiste en el realismo de la encarnación, en clara polémica con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro […]. Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero […]. El cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro». 

San Gregorio Nacianceno († 389) lo desarrolla con firmeza, uniendo de nuevo la encarnación y la pasión como dos momentos de una misma obra salvadora: «Él asume mi carne para dar la salvación al alma creada a su imagen y para dar la inmortalidad a la carne […]. Tuvimos necesidad de que Dios asumiera nuestra carne y muriera, para que nosotros pudiéramos vivir». 

San Agustín († 430) expone la misma fe en diálogo con el lector: «Estarías muerto para siempre si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca habrías sido librado de la carne del pecado si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Nunca habrías vuelto a la vida si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte». Se pueden encontrar textos similares en todos los Padres. La liturgia recoge varios.

Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez negaba la plena divinidad de Jesucristo: el «arrianismo». Según Arrio († 336), el Verbo sería la primera y más excelsa criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se encarnó en el vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a llamar «Theotokos» a María, porque la consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios.

Todas estas desviaciones tienen un origen común: querer asimilar el misterio de Jesús a los mitos paganos sobre semidioses, originados por la unión entre una divinidad y un ser humano, dando lugar a seres medio humanos y medio divinos. Por el contrario, los Padres (siguiendo la enseñanza bíblica) afirman unánimemente que Jesucristo es totalmente Dios y totalmente hombre.

Los primeros concilios se convocaron precisamente para responder a esas doctrinas y otras similares, explicando la fe apostólica y las enseñanzas de los Santos Padres. Los Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451) fijaron con claridad la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de la misma naturaleza que el Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad, engendrado antes del tiempo por el Padre y nacido en el tiempo de la Virgen María. No dos personas distintas, sino una sola persona, con dos naturalezas (la humana y la divina). 

El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo niceno-constantinopolitano, el Credo que une a todos los cristianos en la confesión de la divinidad y de la humanidad de Jesucristo. 

La formulación del Credo no surgió como una novedad. Al contrario, fue el esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe cristiana en la encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)» .

Como es natural, las clarificaciones de la doctrina sobre la encarnación influyeron en la evolución de la liturgia de la Iglesia y en los textos celebrativos de la Navidad, así como en la rápida difusión de la fiesta en todas las Iglesias locales. 

Además del Credo, la liturgia conserva hasta el presente numerosos textos que confiesan la fe católica, tal como se formuló en los primeros concilios. 

De especial belleza es el prefacio II de Navidad: «Cristo, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado».

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