viernes, 25 de noviembre de 2016
Origen y estructura del actual calendario litúrgico
Al principio, los cristianos solo celebraban el domingo, como día del Señor resucitado. En la eucaristía semanal hacían memoria de toda la obra de salvación realizada por Cristo en su encarnación, actividad pública, muerte y resurrección; en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos. Los otros días se santificaban con distintos momentos de oración, que dieron lugar al Oficio divino o Liturgia de las horas.
Pero pronto surgió un calendario específicamente cristiano, en el que se iban escribiendo los nombres de los mártires y de los obispos de las Iglesias locales, con la indicación del día de su muerte o sepultura. Cada año, al llegar esas fechas, se leían (donde era posible, junto a su tumba) los procesos del martirio o los recuerdos que se conservaban de esos cristianos ejemplares. Su testimonio servía de estímulo a los creyentes.
Junto al recuerdo anual de los Santos, se desarrolló la celebración de algunos acontecimientos de la vida de Cristo, especialmente su Pascua (su «pasión» y su «paso» de este mundo al Padre) y su Epifanía («manifestación» en la carne). El proceso que desembocó en el actual calendario de fiestas anuales cristianas fue largo y laborioso.
A partir del concilio de Trento (siglo XVI), las fiestas litúrgicas se organizaron de acuerdo a un sistema muy complejo, que permitía establecer la primacía de una celebración sobre otra en caso de coincidencia. Muchas tenían octavas, que se distinguían entre privilegiadas (de primero, segundo y tercer orden), corrientes y sencillas. Los domingos se dividían en mayores (de primera y segunda clase) y ordinarios. Los días de la semana se dividían en ferias mayores (privilegiadas y no privilegiadas) y menores. Las fiestas se dividían en «duplex de primera clase», «duplex de segunda», «duplex maius», «duplex», «semiduplex» y «simples». La introducción de nuevas fiestas en el calendario lo hizo cada vez más complicado.
Por eso, el Vaticano II pidió una revisión general del mismo, que entró en funcionamiento en 1969. En él se diferencia únicamente entre solemnidades, fiestas, memorias y conmemoraciones (la forma de celebrar las memorias que caen en algunos tiempos privilegiados) y se establece con claridad la prioridad del ciclo del Señor y del domingo sobre las otras fiestas.
Al presente, el año litúrgico comienza el primer domingo de Adviento y termina con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. En ese tiempo se celebran los misterios del Señor: «La Iglesia, en el círculo del año desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor» (SC 102).
No es que él vuelva a nacer o a morir. Después de su resurrección, vive glorioso para siempre y se hace presente en cada celebración, para salvar a los hombres. La Iglesia hace memoria de los diversos aspectos de su vida y misterio por pedagogía, para que los fieles comprendan mejor la inconmensurable riqueza escondida en Cristo (cf. Ef 3,8). Al mismo tiempo, las celebraciones litúrgicas actualizan sacramentalmente aquellos acontecimientos que conmemoran y se derrama sobre los participantes la gracia que en ellos se nos mereció.
El tiempo de Adviento consta de 4 semanas, en las que la Iglesia recuerda la venida histórica de Cristo (pasado), anuncia su venida gloriosa en la Parusía (futuro) y aprende a acogerle en sus venidas sacramentales (presente). Veremos la importancia de esta «triple» venida del Señor.
Sigue el tiempo de Navidad, en el que se celebra la encarnación del Señor, su nacimiento y su manifestación como salvador. El tiempo de Navidad-Epifanía se prolonga hasta la fiesta del Bautismo del Señor, que indica que su entrada en el mundo tiene como fin una misión, que entonces se revela: la salvación de los hombres.
Unas pocas semanas de Tiempo Ordinario (antiguamente llamado «tiempo después de Epifanía», denominación conservada por ortodoxos y anglicanos) preceden al Miércoles de Ceniza, que da inicio a la Cuaresma, período de purificación personal y comunitaria, de catequesis prebautismales y de preparación para las fiestas pascuales. Tiempo de gracia y de conversión.
En el Triduo Santo se celebra la institución de la eucaristía (Jueves Santo por la tarde), la pasión y muerte de Cristo (Viernes Santo), su sepultura (Sábado Santo) y resurrección (Vigilia Pascual y Domingo de Pascua). Así entramos en la Pascua, memorial de la entrega amorosa de Cristo hasta la muerte y de su gloriosa resurrección y fiesta bautismal por excelencia, que se prolonga hasta Pentecostés.
Por último, a lo largo del Tiempo Ordinario (antiguamente llamado «tiempo después de Pentecostés», denominación conservada por algunas comunidades cristianas) la Iglesia profundiza en la predicación del Señor, en sus obras y en los demás acontecimientos de su existencia. Cada domingo se vive la Pascua semanal.
Las fiestas en honor de la Virgen María, indisolublemente unida a la obra redentora de su Hijo, permiten contemplar en ella la realización plena de lo que la Iglesia espera alcanzar.
Las fiestas de los Santos celebran a los mejores hijos de la Iglesia: aquellos que han vivido en plenitud la vocación cristiana, en épocas y lugares diversos y que hoy, definitivamente unidos con Cristo, interceden por nosotros.
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