miércoles, 30 de septiembre de 2015
Teresa de Lisieux: la justicia y la misericordia de Dios
Mañana es la fiesta de santa Teresita, de la que he hablado en muchas ocasiones. Hoy quiero reflexionar sobre su percepción de la justicia de Dios: cómo entiende y explica este misterio, que es la clave para entender toda su vida y sus propuestas. La entrada de hoy es un poco larga, pero la considero esencial no solo para comprender correctamente a santa Teresita, sino también para entender el mensaje de Jesús y la vida cristiana.
No hay duda de que el tema de la justicia de Dios es esencial en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El problema está en cómo comprendemos este atributo divino. Tradicionalmente se han proyectado en la justicia divina las características de la justicia distributiva humana, que pide que se dé a cada uno lo suyo. En ese caso, se hace coincidir la justicia de Dios con su obligación de premiar a los buenos y castigar a los malos. De ahí que el famoso «temor de Dios», al que invita la Biblia, se identifique con el miedo a ofenderle, a caer en pecado mortal y ser condenado al infierno, ya que la justicia de Dios se identifica con el castigo de los pecados.
Esta manera incorrecta de entender la justicia divina ha marcado a lo largo de los siglos la teología de la redención y de la justificación del pecador. San Anselmo, por ejemplo, decía que el pecado es una ofensa infinita a Dios, pues la ofensa no se mide por el acto del ofensor sino por la dignidad del ofendido. Con sus pecados, los hombres han causado una ofensa infinita a Dios. Esa agresión debe ser reparada, pero el hombre no puede ofrecer una satisfacción infinita. Por eso era absolutamente necesario que un ser infinito reparase la ofensa. Esta es la causa de que el Hijo de Dios se hiciera hombre: para poder morir y pagar así, con su sangre, la deuda de Adán.
Esta era la tesis tradicional católica. La interpretación protestante no se diferenciaba mucho en el fondo. Lutero insiste en que Jesucristo nos sustituyó en la cruz para padecer en nuestro lugar el castigo que merecíamos. Dios tenía la obligación de castigar los pecados de los hombres. Jesús ocupó el lugar de los pecadores y Dios descargó sobre él su cólera hasta quedar totalmente aplacado.
Aunque nos parezcan absurdas, estas maneras de explicar la redención por parte católica (la «satisfacción vicaria» de san Anselmo) y protestante (la «sustitución penal» de Lutero) eran las comunes en el s. XIX. Lo más sorprendente es que muchos autores las siguen repitiendo hoy y continúan estando a la base de algunos movimientos y corrientes de espiritualidad contemporáneos.
Queriendo imitar a Cristo, que se ofreció como víctima por los pecadores, las almas generosas de la época hacían votos de esclavitud a Jesús y a María, y se ofrecían como víctimas a la justicia divina, pidiendo a Dios que descargara sobre ellas todos los sufrimientos que merecían los pecadores y que así tuviera piedad de ellos. Esto se había convertido en un elemento esencial de la vida carmelitana en Francia.
Santa Teresa de Ávila propone un camino de unión con Dios en favor del mundo y de la Iglesia. Su Camino de perfección es un camino de plenitud humana y cristiana, por eso se habla del «humanismo teresiano» y de su propuesta humanizadora. Sin embargo, el Carmelo de Francia, dominado por la espiritualidad del cardenal de Berulle y de los autores posteriores de la escuela francesa de espiritualidad, transformó el propósito original de santa Teresa de Ávila y lo presentaba así: «El fin de nuestra Orden es orar por los pecadores, ofrecerse por ellos a la justicia divina y suplir, por los rigores de una vida austera y crucificada, la penitencia que ellos no realizan; de modo que una carmelita está encargada de continuar y completar, de alguna forma, la obra de mediación de Jesucristo. […] Las carmelitas se ofrecen valientemente como víctimas en lugar de nuestro divino maestro para ser inmoladas con él para la gloria de su Padre y la salvación de las almas» (Le trésor du Carmel, 538 y 540).
Santa Teresa de Lisieux conocía esta teología, esta interpretación del espíritu del Carmelo (que es la que se vivía en su comunidad) y las prácticas que se derivaban de ella, pero no se sentía satisfecha: «Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla».
Meditando en la Palabra de Dios descubre una manera distinta de interpretar la justicia divina, lo que la llevará a interpretar también los misterios de la encarnación y de la redención de una manera distinta, así como a una manera nueva de comprender los méritos de los hombres y la práctica de ofrecerse como víctimas a Dios.
En cierto momento de su vida, Teresa comprende que en Dios no puede haber diferencias entre la justicia y la misericordia. La justicia distributiva pide dar a cada uno lo suyo, pero hay otra manera de justicia más radical, que consiste en la honestidad, en hacer lo que se tiene que hacer, en actuar en conformidad con la naturaleza de las cosas.
Si se pudiera aplicar el argumento de la justicia a las plantas, tendríamos que decir que un naranjo es justo cuando produce naranjas y que un rosal es justo cuando produce rosas. Igualmente, si se lo aplicamos a Dios, hemos de reconocer que, si Dios es amor, es justo cuando ama; si Dios es misericordioso, es justo cuando perdona y cuando tiene misericordia. En definitiva, que Dios es justo cuando actúa conforme a su verdad, cuando se manifiesta como él es. Así, Teresa contempla la manifestación más clara de la justicia de Dios en el trato que él da al hijo pródigo, al que no castiga por sus pecados, sino que le perdona con generosidad y le restaura en su dignidad perdida.
Citando el salmo 103, Teresa afirma que la justicia de Dios se manifiesta en que «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas», porque «tiene en cuenta nuestras debilidades, conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza».
Entusiasmada por su descubrimiento, quiere cantar las misericordias del Señor, y afirma: «Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, nadie tendría miedo a Dios, sino que todos le amarían con locura; y que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo, sino por amor. […] A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor. ¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo? El Dios infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta bondad todas las culpas del hijo pródigo, ¿no va a ser justo también conmigo, que estoy siempre con él?»
Por eso Teresa no se ofrece como víctima a la justicia divina, sino a su amor. Desplaza la atención desde lo que los hombres hacen y ofrecen a Dios (los sufrimientos, con los que pretenden comprar sus bendiciones), a lo que Dios hace y ofrece a los hombres. Dios solo quiere amar, pero no encuentra quienes acojan su amor, ya que las almas buenas están ocupadas en otras cosas. También desplaza la finalidad del ofrecimiento: ya no es para aplacar la ira de Dios, sino para acoger el amor que él quiere derramar sobre el mundo. Ella se ofrece a dejarse amar, a recibir el amor y la gracia que Dios nos ofrece sin pedirnos nada a cambio:
«Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿solo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas? ¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito... ¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? […] Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti. […] ¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor!»
En una carta al P. Roulland, que le había manifestado su temor de tener que pasar mucho tiempo en el purgatorio, Teresa aprovecha para exponerle sus ideas sobre la justicia de Dios: «Yo sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye el motivo de mi alegría y de mi confianza. […] Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo, “es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”. [...] Esto es, hermano mío, lo que yo pienso acerca de la justicia de Dios. Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas y circundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me seca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios».
En una recreación piadosa que compone para celebrar la Navidad, titulada «Los ángeles en la cuna», hace hablar al «ángel del juicio», que expone la opinión de sus contemporáneos: «Pronto llegará el día de la venganza. Este mundo impuro pasará por el fuego. […] Temblaréis, habitantes de la tierra; temblaréis en vuestro último día. […] En el juicio veréis su poder, ¡temblaréis ante el Dios vengador!»
Pero es Jesús mismo quien le hace callar. Teresa pone en boca de Jesús lo que ella piensa: «Ángel bello, baja tu espada, que no te toca a ti juzgar […]. Quien juzgará al mundo soy yo. El rocío divino de mi sangre purificará a mis elegidos».
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