Juan y Teresa, dos temperamentos. Muy distintos de carácter y no sin reiterados desencuentros, el fraile y la monja, ambos perseguidos, fraguaron una intimidad basada en la admiración y la complicidad.
Nada más vio Teresa por primera vez a Juan, aquel frailecillo tímido, reservado, con menos de un metro cincuenta de estatura, que acompañaba a otro alto fraile para fundar el Carmelo descalzo, se dio a la chanza: dijo a sus monjas que ya tenían fraile y medio para la reforma. No se trataba precisamente del tipo de hombre que más pudiera gustarle a la santa en principio. Lo veía entonces como uno que no vivía sino para la contemplación y no servía para otra cosa.
Buscaba él la soledad, la hacía escritura, la vivía con una intensa espiritualidad, la perseguía. Buscaba la pasividad, trataba de separarse de las consideraciones y los razonamientos.
Pero no tardó ella en aclarar después de aquel primer encuentro en Medina del Campo que, aunque fuera chico, era grande a los ojos de Dios por más que se hubiera enojado con él a ratos.
Y vaya si se enojaban el uno con el otro: ella era mandona y con una personalidad muy fuerte, extravertida, y él era obstinado y hombre muy seguro de sí mismo, más para adentro.
Y vaya si se enojaban el uno con el otro: ella era mandona y con una personalidad muy fuerte, extravertida, y él era obstinado y hombre muy seguro de sí mismo, más para adentro.
A ella le gustaban los hombres con sentido práctico, pisando tierra, sociables; como Jerónimo Gracián y otros frailes muy activos e incluso poco virtuosos.
Gracián —enamorada obsesión de Teresa— le prodigó siempre desconsideración e indiferencia a fray Juan, frente a la alta estima que ella llegó a sentir por los valores intelectuales y la limpieza moral del introvertido fraile. En varias ocasiones le pidió Teresa a Gracián que se interesara por él sin éxito alguno: ya fuera en las horas de su cruel prisión en Toledo o aquellas en las que Gracián, siendo provincial, pudo haberlo retornado a Castilla desde Andalucía, y no lo hizo. Gracián estaba celoso de él.
Teresa, hablando de fray Juan después de uno de aquellos juegos literarios que habían impuesto en los conventos, dijo que “líbrenos Dios de estas personas tan espirituales que quieren convertirlo todo en contemplación perfecta... Si uno intenta hablar de Dios al padre fray Juan de la Cruz, éste cae en trance y vos también con él”.
Teresa, hablando de fray Juan después de uno de aquellos juegos literarios que habían impuesto en los conventos, dijo que “líbrenos Dios de estas personas tan espirituales que quieren convertirlo todo en contemplación perfecta... Si uno intenta hablar de Dios al padre fray Juan de la Cruz, éste cae en trance y vos también con él”.
En ella conviven la admiración —“un hombre celestial y divino” le dice a la priora de Beas, un hombre que necesita cerca, un tesoro para sus monjas— y una cierta antipatía e impaciencia que le suscita Juan y que va a durarle hasta el último encuentro de su vida en 1581, cuando Teresa, cansada y enferma, rechaza la invitación de él a intervenir en la fundación del convento de las descalzas de Granada.
Hubo un tiempo en que, siendo Juan confesor de la santa, se daban a la conversación entre los dos —el Cantar de los cantares siempre por medio— y se intercambiaban obras. Juan sacó mucho provecho, según sus biógrafos, de esos contactos con Teresa. Y ella llega a decir de su pequeño fraile, con cierta ironía, que “era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice, y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”.
En cualquier caso, los dos habitaron el castillo interior de Teresa. Con una ventaja para él: es hombre y no necesita inventarse que escribe porque obedece, que recibe órdenes o permiso para hacerlo, como manifiesta la fantasiosa Teresa que le pasa por su condición de mujer de aquel tiempo. Ni siente la necesidad de justificar de dónde saca las horas para escribir.
En fin, a lo largo de sus vidas, fueron tantas las complicidades del uno y el otro, ya fuera en la acción o en la oración y, sobre todo, en la creación, en medio de las tensiones que hubieron de vivir, y que cada uno de ellos veía a su manera, que si él no hubiera tirado las cartas que Teresa le mandó, seguro que ahora sabríamos algo más de las rencillas, los piques, las maldades, las obscenidades y hasta los horrores de aquellos conventos y el modo de afrontar esa circunstancias el uno y la otra.
Hubo un tiempo en que, siendo Juan confesor de la santa, se daban a la conversación entre los dos —el Cantar de los cantares siempre por medio— y se intercambiaban obras. Juan sacó mucho provecho, según sus biógrafos, de esos contactos con Teresa. Y ella llega a decir de su pequeño fraile, con cierta ironía, que “era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice, y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”.
En cualquier caso, los dos habitaron el castillo interior de Teresa. Con una ventaja para él: es hombre y no necesita inventarse que escribe porque obedece, que recibe órdenes o permiso para hacerlo, como manifiesta la fantasiosa Teresa que le pasa por su condición de mujer de aquel tiempo. Ni siente la necesidad de justificar de dónde saca las horas para escribir.
En fin, a lo largo de sus vidas, fueron tantas las complicidades del uno y el otro, ya fuera en la acción o en la oración y, sobre todo, en la creación, en medio de las tensiones que hubieron de vivir, y que cada uno de ellos veía a su manera, que si él no hubiera tirado las cartas que Teresa le mandó, seguro que ahora sabríamos algo más de las rencillas, los piques, las maldades, las obscenidades y hasta los horrores de aquellos conventos y el modo de afrontar esa circunstancias el uno y la otra.
Bien es verdad que no faltan testimonios del panorama de persecuciones y calumnias que vivieron juntos hasta sus muertes. Y si Teresa murió engañada, confiando en un tal Nicolás Doria, fraile ambicioso y malvado, un verdadero depredador genovés que llegó a tomar el mando de la Orden para tratar de acabar con el espíritu de Teresa y de Juan, éste murió a tiempo, antes de que lo echaran de su orden por las calumnias y las maniobras de ese mismo funesto personaje.
Liberado Juan al fin de los cargos y responsabilidades con los que nunca disfrutó, calumniado y excluido por los suyos, pero gozándose en el rico mundo interior que nos ha dado en su obra extraordinaria, quiso oír en el lecho de muerte el Cantar de los cantares y no cualquier otro tipo de responsorio litúrgico que no fuera esa voz central de la Biblia que había manejado tanto, con tan alta genialidad y la más honda penetración.
Artículo escrito por Fernando Delgado para la edición de marzo de 2015 de la revista Mercurio. Yo lo he recortado, pero pueden leerlo íntegro aquí.
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