En San José de Ávila surgió una «estética» teresiana, una manera de mirar el mundo y de representarlo. Santa Teresa proviene de la Encarnación, monasterio construido en las afueras de la ciudad con numerosas dependencias en torno a un claustro monumental, con una Iglesia capaz de albergar a muchos feligreses y con varios edificios alrededor del núcleo central para acoger a los capellanes, la servidumbre, los pajares, los animales de labranza...
Los monasterios tradicionales, con sus sólidos edificios, servían para recordar al mundo los valores que permanecen para siempre. Si, además, se encontraban alejados de las ciudades, invitaban a abandonar los bienes de este mundo para buscar los del cielo.
S. José será distinto: surgirá como una casa más en medio de un barrio bullicioso. La capilla será una habitación pequeña y recogida, como un nuevo «portalico de Belén», dirá ella. Por supuesto que no necesitan torre, sino que les basta con una campanilla colgada del muro, para llamar a la oración.
La casa de Teresa recuerda a la sociedad de su tiempo que Dios «ha puesto su morada entre nosotros» y que permanece siempre a nuestro lado «ayudándonos en lo interior y exterior».
Ella, que quería que sus monjas encontraran a Dios no solo en el templo, sino también «entre los pucheros» y en las demás actividades cotidianas, quiere que la población sienta a sus monjas vecinas, cercanas. Por eso, la misma arquitectura conventual no se diferenciaba mucho de la de las casas de alrededor.
La cocina, las celdas y las demás dependencias conventuales serán austeras y funcionales: paredes encaladas, pisos de baldosas de barro, vigas de madera sin decorar, una cruz desnuda en la pared, un poyo junto a la ventana para escribir, un candil, los útiles de trabajo (rueca, agujas de bordar, etc.) y un cántaro de agua para asearse. En los lugares comunes se colocarán algunos cuadros e imágenes en los que se busca que despierten la devoción por encima del valor artístico o económico.
Para producir verduras y frutas y para procurar esparcimiento a las hermanas, se cuidará la huerta, en la que también se plantarán algunas flores junto al arroyo y se construirán unas pequeñas ermitas para el retiro personal. Todo sencillo y humilde, dirigido a la búsqueda de la belleza interior, la única que perdura en el tiempo.
Los muebles y los cacharros de la cocina son de materiales humildes: tinajas, cazos, ollas, cazuelas, palas, cucharas y morteros de madera, cobre, barro y esparto, como eran humildes los ingredientes con los que se preparaba el alimento de cada día: cereales, legumbres y verduras, principalmente, a los que se añadían algunas frutas de estación, frutos secos, pescados, huevos y lácteos en las grandes ocasiones. El vino, las aves y la carne se reservaban para las enfermas. Algunos cuencos de barro o cristal servían para conservar aceites y sebos, vinagres, hierbas y especias con las que dar sabor a los guisos, que la austeridad no está reñida con el buen gusto.
El refectorio está presidido por una gran cruz, a cuyos lados tradicionalmente se colocaban dos carteles que decían: «Ad mensam sicut ad crucem», el uno, y «Ad crucem sicut ad mensam», el otro. Es decir, que hay que ir «a la mesa como a la Cruz» (con moderación y recogimiento) y «a la Cruz como a la mesa» (con alegría).
Ordinariamente las comidas se toman en silencio, mientras una religiosa lee textos de la Sagrada Escritura o de autores espirituales, para que se alimenten al mismo tiempo el cuerpo y el alma.
Antiguamente era común que una calavera presidiera la mesa principal, como recuerdo de la fugacidad de la vida, el tradicional «memento mori».
Texto tomado de la presentación que escribí el año 2015 para el libro «San José de Cuenca. Tras las huellas de Teresa», 36ss.
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